El otro día, mi pareja y yo cogimos la bicicleta más felices que unas castañuelas y nos fuimos muy contentos a hacer ruta de supermercados. Nada hacía pensar que el día se convertiría en una pesadilla: hacía sol, había una ligera brisa marina —a pesar de estar a 40 km del mar—, la gente sonreía por las calles —a pesar de no llegar a fin de mes— y el Meteocat no anunciaba tormentas. Un día de catálogo, de esos que te gustaría que fueran eternos. Dejamos las bicicletas en el lugar indicado para ello, las atamos con un candado (porque aunque digan que no hay robos, los hay: unos meses antes a mi pareja le habían robado la bicicleta delante de sus narices) y entramos gozosos al primer supermercado (no diré nombres para evitar problemas, pero empieza y acaba con una ele). Nada más entrar me pareció oír una palabra en castellano, pero, como estaba muy contenta e ilusionada, me hice la sueca y me concentré en la oferta de tabletas de chocolate con leche y almendras que tenía delante. No tenía ganas de aguarle la fiesta a mi pareja ni quería que la magia del momento se perdiera.

Recorrimos todos los pasillos sin mirar el reloj, sopesando los pros y los contras de la mayoría de los productos, hasta que llegamos a la caja con nuestras futuras adquisiciones y una sonrisa en el rostro. Solo nos faltaba hacer un último trámite: pagar. La cola no era ni muy larga ni muy corta, pero había que esperar unos minutos. Por suerte, la gente que dirigía aquel supermercado se había preocupado de evitar que nuestra espera se hiciera aburrida y había colocado estratégicamente paquetes de chicles de todos los sabores, golosinas y chocolatinas en el último tramo de nuestro trayecto. De repente, mientras elaboraba una teoría sobre la publicidad subliminal y el efecto que tiene en nuestro bienestar mental —y sin dejar de sonreír ni un momento—, me pareció oír un grito. Provenía de la primera caja. Sorprendida y un poco cabreada por aquel imprevisto —que rompía la armonía del momento—, agudicé el oído para intentar descifrar qué decían —a pesar de ser un grito, no lo habían vocalizado lo suficientemente bien como para que pudiera entender qué decían. Vi que al mismo tiempo la gente de mi alrededor empezaba a poner cara de indignación y a susurrar. Dos minutos después, descubrí qué pasaba: un hombre se había quejado porque una dependienta le hablaba en castellano y él quería ser atendido en catalán. Hasta aquí todo normal —normal porque aquel hombre defendió sus derechos lingüísticos, no porque una dependienta hable en castellano en Catalunya. El sobresalto llegó cuando me di cuenta de que la cara de indignación de la gente de mi alrededor no era causada por la falta de respeto de la dependienta hacia el hombre que quería ser atendido en catalán, sino porque consideraron que aquel hombre era un maleducado por obligar a aquella POBRE chica a hablar en catalán. Lo justificaron diciendo que la POBRE chica no había tenido tiempo de aprenderlo todavía. Estuve a nada de aplaudir a aquel hombre, hacía tiempo que no me emocionaba tanto ni sentía tanta rabia al mismo tiempo. Pero lo único que fui capaz de hacer fue decir en voz alta: “Me parece perfecto lo que ha hecho este hombre, estamos en Catalunya y aquí se habla catalán. Por fin la gente empieza a reaccionar y a defender sus derechos lingüísticos. La lengua propia de Catalunya es el catalán, si se quieren venir a vivir y a trabajar a Catalunya, lo tienen que aprender. Un poco de autoestima, ¡hombre ya!”. Consideré que era necesario que la gente que susurraba tuviera otra opinión y versión de los hechos para poder valorar sus pros y sus contras.

¿Cómo es posible que en Catalunya haya una chica trabajando de cara al público sin saber hablar catalán?

¿Cómo es posible que en Catalunya haya una chica trabajando de cara al público sin saber hablar catalán? Me da igual el tiempo que lleve aquí. ¿Verdad que, si yo me voy a Madrid a trabajar de cara al público, no me dejarán hablar en catalán? ¿Verdad que me obligarán a expresarme en castellano desde el primer día? Pues ¿por qué demonios en Catalunya se truecan los papeles de la situación y la víctima de la discriminación lingüística acaba siendo la trabajadora, que, a pesar de trabajar de cara al público, no sabe ni decir gracias en catalán porque su lengua materna es el castellano, la lengua del imperio español, de la madre patria, y no quiere hacer el esfuerzo de aprender el catalán? Es el súmmum de la perversidad. Pero lo más triste de todo es que la gente catalanohablante que había en el supermercado defendió a la POBRE chica. Tienen una autoestima lingüística tan destrozada que son incapaces, ya no solo de defender sus derechos, sino de ver que los están maltratando psicológica y lingüísticamente.

Era una chica castellanohablante. Cualquier lingüista o cualquier hablante bilingüe de catalán-castellano sabe que el catalán y el castellano son dos lenguas muy parecidas. No hablaba mandarín ni suajili. Primer punto. Segundo punto: ¿qué le costaba a esa chica aprender cuatro palabras en catalán? En un supermercado usas siempre las mismas palabras, ¿por qué demonios no sabía ni siquiera esas palabras? O bien porque nadie la obligó a hacerlo (el dueño del negocio); o bien porque le importa un bledo la lengua que se habla en Catalunya, la tierra que la ha acogido; o bien porque es una ignorante; o bien porque nadie le responde en catalán (porque a los catalanes siempre nos da miedo ofender a todo el mundo menos a nosotros mismos); o bien un poco de todo. Sea lo que sea, lo que empezó como un día alegre y soleado acabó con una tormenta de rayos y truenos.