Cuando el mundo está de fiesta y se olvida de la política, siempre aprovecho para repasar los borradores de los libros que tengo en marcha. Esta es la séptima entrega del serial que empecé en verano. Buena entrada de año a todo el mundo. 

(...) El toque disonante y agrio que esta nota contrahecha ponía en la dinámica hedonista de la facultad me hacía sospechar. Seguramente hizo que no me diera del todo, ni a los amigos nuevos que iba haciendo, ni tampoco a los profesores que me hacían gracia, y que me refugiara en la lectura. Cuando alguien preguntaba "dónde está Enric" siempre había algún compañero que respondía: "está leyendo los clásicos en la biblioteca". Tenía que recuperar el tiempo perdido si quería ser mejor que el chico de los hierros en la boca. Quizás acabaría tan insatisfecho como la gente de mi alrededor, pero como mínimo me podría aferrar a los recuerdos de una buena lucha. Como la mesa que ocupaba en la biblioteca tenía buena vista sobre el bar, siempre sabía quién iba de pira y quien iba a clase, y era fácil de encontrar.

Entré directamente en el tercer curso, y algunas chicas me miraban como si fuera un trozo de carne o un juguete nuevo. Venía de licenciarme en historia contemporánea y escribía poniendo muchas comas y poquísimos puntos y aparte. No sabía nada de la Guerra Civil ni del franquismo que no me hubieran explicado en casa, y el único escritor que me gustaba era Tom Sharpe. Antes de empezar las clases, había leído Los fantasmas del Trianon de Nèstor Luján y una novelita sobre los GAL para ambientarme. Sharpe me daba risa, pero entonces ni siquiera sabía que vivía en Llafranc, en el mismo hotel donde yo veraneaba de pequeño.

Llafranc era mi paraíso perdido, el último lugar donde vi a mis padres limpiamente felices, queriéndose cómo se quieren los enamorados antes de tener hijos. En Llafranc las fantasías del futuro parecían tan cerca como la distancia que había entre el hotel y la arena de la playa. "El año que viene compraremos una lancha de motor", dijo mi padre, el último verano que fuimos. Aquella promesa rota, cuando tenía cuatro o cinco años, se convirtió en símbolo de muchas renuncias mal entendidas. La ausencia de Llafranc abrió en mis padres la primera rendija de inseguridad, antes de que el final de la Transición acabara de poner sal a las heridas de la dictadura y de la guerra. 

La única noción que tenía de los diarios cuando llegué a Blanquerna eran los artículos que Montserrat Roig había publicado en el Avui. Recuerdo que leí su último artículo, Un músculo traidor, sentado en la taza del váter de mi casa. Normalmente oía la voz de mi padre o de mi madre que gritaban, “Enriiiic, haz el jodido favor de cerrar la puerta del lavabo”. Esta vez solo oí, mientras leía, la noticia de su muerte en el telediario. Salí con los pantalones desabrochados como si hubiera visto un fantasma. Mi madre tenía una sombra de fatalismo en los ojos, miraba la tele con la misma cara que le había visto en el golpe de Estado de Tejero o en el atentado de Hipercor.

Me parece que aquel día establecí, secretamente, la primera relación entre el cáncer y la impotencia. Ahora vivimos una época psicologista, pero a primeros de los años 90 la ciencia lo era todo y estos pensamientos me hacían sentir excéntrico. Lo explico para insistir en que cuando llegué a la universidad las fascinaciones del periodismo me parecían frívolas. Yo ya sabía que escribir es un juego peligroso y que la enfermedad y el poder tienen una relación simbiótica perversa. Adolfo Suárez y Pasqual Maragall todavía no habían perdido la memoria; Margaret Thatcher y Ronald Reagan todavía se encontraban bien. Entonces, todavía no tenía problemas de espalda, a diferencia de mi padre. Pero, aun así, no me hacían falta libros ni diarios para saber que no me podía poner a escribir a la ligera.

España quería mi cabeza y quería la cabeza de mi familia, y más valía no hacerse muchas ilusiones absurdas. Es lo que mis padres no entendían, ni yo sabía explicar, cuando me reprochaban que no me tomara los estudios seriamente. ¿Por qué me tenía que tomar seriamente los estudios si los compañeros que sacaban buenas notas eran, casi siempre, más grises que yo? ¿Por qué me tenía que arriesgar a refinar la sensibilidad para quedar bien con un mundo que no quería saber nada de las cosas que nos hacían sufrir en casa? Mi hermana se había matado a sacar excelentes y se dejaba romper el corazón por asnos que no le llegaban ni a la suela del zapato. Yo mismo había suspirado durante mucho tiempo por una pija de Masnou y el día que le escuché la voz quedé tan pasmado de ver que hablaba como una tonta que me costó disimular el dolor ante los amigos.

Cuando mi padre me reprochaba que me conformara con ir pasando a base de aprobados yo pensaba en su transportista. El señor Gil era una persona excelente, pero tenía un ojo tuerto y el otro casi ciego y esto no le impedía pasarse todo el día en la carretera. El contable almorzaba encerrado en el lavabo de la oficina de Poblenou y sus silencios habrían podido llenar de misterio una película entera de Hitchcock. El comercial era un señor sensible, que conocías las flores y tenía ataques de mal genio y mi padre había tenido que llamar más de una vez a un cliente para disculparse. Después estaba el señor Vidal, un guardia civil retirado que fabricaba productos químicos de precisión en un laboratorio de poca monta, que seguramente no cumplía los requisitos legales.

Mi padre me reprochaba que no me esforzara más para sacar buenas notas y yo no entendía que se rodeara de gente rota y que ninguneara el confort y la influencia que dan el dinero. En el fondo, yo intuía que la educación me llevaría problemas, y él que el dinero cretiniza, cuando no se pueden apoyar en una cultura defendida por la fuerza bruta. Los dos nos moderamos a tiempo, de lo contrario ni él me habría podido llegar a pagar una universidad privada ni yo me habría prestado a ir nunca. El hecho es que llegué a los libros igual que él llegó a montar una empresa, acorralado por el fatalismo, convencido de que la selva se me comería si continuaba funcionando a medio gas con la esperanza de encontrar un rincón tranquilo en el sol. 

Estaba decidido a reclamar mi lancha de motor —y a empujar a mi padre a recuperar la ilusión de comprar una—. En la facultad, mi aire primario y despistado, de buen salvaje que ha aterrizado en el mundo adulto, me convirtió en un centro de atención. Las chicas me hacían más caso que en la facultad de Historia, o quizás era yo que ahora me fijaba en ellas. Desfilaban por la biblioteca y reían entre ellas mientras me miraban de reojo como si fuera un jesusito. Detrás de aquellos rituales no siempre había ganas de follar. Una vez una chica delgada y larguirucha, que parecía salida de un capítulo de Bola de dragón, me dijo, después de observarme un buen rato: "¿Sabes que la forma de tu cráneo es muy graciosa? ¡Tienes la cabeza de un bebé!"

Ella, pobre, tenía la boca enorme y la cabeza pequeña, como si se la hubieran reducido para meterle una corona de cartón, infantil y carnavalesca. Pero la observación hizo fortuna y cada vez que desfallecía o que me equivocaba, me decía a mí mismo, mientras pensaba en mi cabeza alargada de pimpollo o de alienígena: "Has vuelto a nacer, lo tienes que aprender todo de cero; suerte que tienes la intuición y el apoyo tozudo de los padres." Y así, mientras mis amigos hacían cafés para matar el tiempo, yo leía tantos libros como podía en la biblioteca. Entre la mano de títulos que hojeé solo el primer año, intentando reeducarme, hay dos que me dieron un buen empujón: eran La humanidad perdida, de Alan Finkielkraut y La madera torcida de la humanidad, de Isaiah Berlin