La reciente propuesta de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial y del Estatuto del Ministerio Fiscal se presenta como una apuesta por la modernización, la eficiencia y la racionalización del sistema. Sin embargo, más que corregir sus déficits democráticos, esta iniciativa consolida un modelo judicial centralizado, jerárquico y funcional al poder político, sin introducir garantías efectivas frente a los abusos institucionales.
La exposición de motivos del anteproyecto esquiva el contexto político y jurídico que ha motivado una parte sustancial de las críticas internacionales sobre la justicia en España. Nada se dice sobre los informes del Parlamento Europeo, el Consejo de Europa o el GRECO acerca de la politización judicial. Tampoco se aborda la urgente necesidad de garantizar la independencia real de jueces y fiscales. En su lugar, se construye un discurso tecnocrático que oculta la persistencia de estructuras utilizadas para sostener dinámicas de represión política, ausencia de control democrático e impunidad.
Pretender reformar el poder judicial ignorando su rol en el equilibrio institucional y la protección de los derechos fundamentales no es modernizar, sino maquillar. Se presenta un cambio organizativo cuando lo que se requiere es una transformación estructural que enfrente los problemas de fondo. Modernizar sin democratizar es perpetuar los déficits del sistema bajo una nueva estética normativa.
Uno de los aspectos más destacados del anteproyecto es la modificación del sistema de acceso, formación y promoción en la carrera judicial. Aparentemente, se trata de una apertura hacia modelos más objetivos, con pruebas eliminatorias, orales grabadas, casos prácticos y una preparación institucionalizada a través del Centro de Estudios Jurídicos. No obstante, estas medidas, si bien valiosas en lo técnico, no garantizan pluralismo ideológico ni diversidad territorial. El sistema propuesto reproduce una meritocracia formal que, sin mecanismos de transparencia, refuerza una cultura jurídica jerárquica, homogénea y resistente a la disidencia.
La promoción automática a magistrado tras cinco años, la formación unificada con la carrera fiscal y la omisión de controles internos consolidan una lógica institucional cerrada y endogámica que, además, afecta a la imparcialidad. No se contempla la participación ciudadana ni parlamentaria en los nombramientos clave, ni se avanza en la despolitización del Consejo General del Poder Judicial. En definitiva, se fortalece una carrera judicial incapaz de ofrecer imparcialidad en causas de fuerte contenido político o social.
La reforma de la Fiscalía sigue una lógica paralela: integración en los mismos procesos de acceso, formación y promoción que la carrera judicial. Sin embargo, se omite por completo el problema estructural de su dependencia del poder ejecutivo. El artículo 124 de la Constitución sigue intacto, igual que el mecanismo político de designación del Fiscal General del Estado. Lejos de plantear una revisión, el texto ni siquiera lo menciona. El silencio, en este caso, es confirmación: se refuerza la Fiscalía como instrumento del Gobierno, sin rendición de cuentas ni contrapesos institucionales.
Lo que se requiere es una transformación estructural que enfrente los problemas de fondo. Modernizar sin democratizar es perpetuar los déficits del sistema bajo una nueva estética normativa
La previsión de acceso por concurso-oposición para juristas de “reconocida competencia” añade otro riesgo: sin filtros democráticos ni criterios objetivos, esta vía puede ser utilizada para incorporar perfiles vinculados a las estructuras del Estado, consolidando una “colonización” ideológica que refuerce el alineamiento con intereses políticos dominantes sin perjuicio de que este sistema no garantizará una justicia de calidad.
Uno de los aspectos más polémicos del anteproyecto es la inclusión del nuevo artículo 4 bis LOPJ, que permite a jueces y tribunales inaplicar directamente normas nacionales contrarias al Derecho de la Unión Europea, sin necesidad de plantear una cuestión de inconstitucionalidad ni esperar su derogación. Esta fórmula, aunque inspirada en la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE, rompe el equilibrio interno del sistema constitucional español, debilitando el papel del Tribunal Constitucional como garante de la supremacía constitucional.
Se otorga a los jueces una facultad cuasi constituyente sin control externo, lo que puede derivar en una fragmentación normativa y conflictos de competencias. En lugar de armonizar el principio de primacía europea con el sistema constitucional interno, se impone una lógica unilateral que abre la puerta a la arbitrariedad y a una aplicación selectiva del Derecho.
La situación se agrava al introducirse, entre las conductas sancionables a los jueces, una nueva falta grave por “incumplimiento del deber de aplicar el Derecho de la Unión”, sin una delimitación clara de su alcance. Esta ambigüedad permite el uso instrumental del régimen disciplinario como forma de presión sobre los jueces, especialmente en casos que afecten a derechos fundamentales o contengan una dimensión política.
La supuesta protección a los jueces frente a represalias, contemplada en el anteproyecto, carece de desarrollo normativo. No se concreta quién la garantiza, ni cómo se articula. Se trata de una fórmula retórica que en nada protege a los jueces que decidan enfrentarse a decisiones o directrices impuestas por órganos de poder.
El diseño que emana del anteproyecto no ofrece ninguna salvaguarda frente a la utilización selectiva del aparato judicial con fines políticos. Por el contrario, refuerza las dinámicas existentes. Ignorar deliberadamente el contexto de los últimos años —la judicialización de la política, las advertencias internacionales y las deficiencias democráticas estructurales— equivale a blindar el statu quo con nuevos recursos normativos.
La exclusión del Tribunal Constitucional en el diseño de esta reforma representa una amputación institucional grave. Se debilita su función como árbitro último del bloque de constitucionalidad y se promueve una dispersión interpretativa de alto impacto para la seguridad jurídica.
Lo que se presenta como modernización es, en realidad, una consolidación institucional del modelo existente. Bajo una narrativa de eficiencia se esconden reformas que refuerzan el control político, la falta de pluralismo y la impunidad institucional
La Fiscalía, además, se refuerza en su capacidad organizativa sin introducir ningún mecanismo que garantice su independencia. La homogeneización ideológica derivada de la unificación del acceso y la ausencia de control externo consolidan su papel como brazo operativo de una justicia funcional a los intereses del poder.
Todo ello configura un modelo de arquitectura jurídica revestida de legitimidad europea, pero vacía de garantías democráticas. El riesgo no es hipotético: la reforma puede permitir la calificación como contrarias al Derecho de la Unión de actuaciones parlamentarias o simbólicas, facilitando su criminalización sin pasar por el control constitucional. Es otra forma de consolidar el derecho penal del enemigo, ahora con barniz comunitario.
La regeneración democrática del sistema judicial exige mucho más que reformas técnicas o retoques normativos: requiere, partiendo de un amplio consenso político que hoy no se da, una reestructuración profunda de sus fundamentos institucionales. Para ello, es imprescindible revisar el sistema de nombramientos, eliminando la lógica de cuotas partidistas y promoviendo procedimientos transparentes, basados en el mérito profesional y la participación efectiva de la carrera judicial. Esta despolitización debe ir acompañada de una garantía real de independencia del Ministerio Fiscal, lo cual exige reformar tanto su estatuto como la propia Constitución para desvincular su liderazgo del poder ejecutivo. Paralelamente, el acceso y la formación deben abrirse al pluralismo, valorando trayectorias que reflejen diversidad ideológica, territorial y cultural, así como conocimientos en derechos humanos y derecho autonómico. Una justicia monocorde no solo es menos justa, sino también menos legítima en una sociedad plural.
Pero estos cambios estructurales solo serán eficaces si se acompañan de mecanismos de control y responsabilidad claros. El fortalecimiento del control parlamentario, a través de comparecencias periódicas y rendición de cuentas sustantiva, es una condición básica para evitar que órganos con poder jurisdiccional o persecutorio operen sin escrutinio democrático. Además, es fundamental garantizar una coordinación armónica entre el Derecho de la Unión Europea y el orden constitucional interno, estableciendo cauces claros de revisión por parte del Tribunal Constitucional ante conflictos normativos. A ello debe sumarse una tipificación precisa del régimen disciplinario, para evitar que se convierta en un instrumento de intimidación o censura. Finalmente, la asunción del pluralismo jurídico y político como una riqueza democrática —y no como una anomalía a erradicar— exige implementar mecanismos de exigencia de responsabilidad reales, efectivos y externos. Una justicia que no rinde cuentas ante nadie no puede aspirar a ser respetada, ni por los ciudadanos ni por los principios del Estado de derecho.
En definitiva, lo que se presenta como modernización es, en realidad, una consolidación institucional del modelo existente —el mismo perro con distinto collar—. Bajo una narrativa de eficiencia se esconden reformas que refuerzan el control político, la falta de pluralismo y la impunidad institucional. Ninguno de los pilares estructurales de la desconfianza ciudadana ha sido tocado: ni la politización, ni la dependencia fiscal, ni la ausencia de control democrático, ni la criminalización de la disidencia.
Una verdadera reforma requiere valentía y consenso político, así como, y sobre todo, compromiso democrático. Todo lo demás es cosmética jurídica al servicio del poder.