Cada vez que alguien dice que los catalanes somos gente de paz, muere un almogávar reencarnado en un gatito. Los catalanes tenemos un himno con una estrofa que dice "cuando conviene segamos cadenas" y antepasados que se dejaron la piel en la batalla del Ebro o en Francia luchando contra los nazis. También algunos fueron a Cuba a hacer dinero con el tráfico de esclavos y el espolio de las colonias. Los catalanes, sea para oprimir sea para librarnos de la opresión, no hemos hecho muchos aspavientos a la violencia.

Uno podía argumentar que este somos gente de paz hace referencia a la estrategia independentista, que lo ha llevado a ser uno de los movimientos cívicos y pacíficos más importantes de la Europa occidental de inicios del siglo XXI. Es cierto. Pero ahora que al independentismo le toca reflexionar ―si no quiere seguir avanzando como si fuera la sección "No te la fotis" del Zona zàpping convendría que también pensáramos cómo hemos entendido el "somos gente de paz".

Podemos tomar como ejemplos los incidentes tanto del fin de semana pasado como los del 1 de octubre a las puertas del Parlament. A pesar de que algunas acciones de hooliganismo no me gustaron mucho, lo que sucedió no se puede calificar de violencia. Ni los medios internacionales interpretaron los hechos como violentos. Sin embargo, hubo independentistas que sí que lo hicieron. Si ya es preocupante porque no es cierto, lo es todavía más porque su noción de violencia se acerca a la que utiliza el estado español para reprimir al independentismo. Para los aparatos del estado, la mera posibilidad de desestabilizar las instituciones a las cuales otorga la soberanía ―aunque sea por la vía no violenta― ya es un acto de violencia.

La experta en seguridad Sònia Andolz me explicaba que, a grandes rasgos, hay dos ideas de paz. La negativa, que quiere decir la ausencia de conflicto físico ―desde el choque hasta la guerra― y la positiva, que es la ausencia de violencia física, estructural y cultural. Para reprimir el independentismo, el estado español ha utilizado la violencia física, el 1 de octubre, y la estructural, encarcelando a líderes políticos y de la sociedad civil, persiguiendo a activistas como Tamara Carrasco o a Adri y alterando el resultado de las elecciones del 21 de diciembre, determinando quién se puede presentar a presidente y recortando los derechos de diputados electos. Si la opinión pública española, y parte de la catalana, lo ha aceptado, es porque España ha ejercido violencia cultural, mediante la deshumanización de los independentistas a través de los medios de comunicación. Así pues, podríamos preguntarnos qué genera más violencia ―y qué es más contrario a la paz―, si poner pegatinas en las puertas del Parlament o que los diputados de la cámara acaten los designios represivos del Estado.

De hecho, la gran perversión del "somos gente de paz" es que ha llevado a los independentistas a responsabilizarse de las acciones de violencia del Estado. Es una aceptación del relato españolista que afirma que el independentismo rompe la convivencia, donde por convivencia se entiende el predominio de una identidad nacional marcadamente española. Siguiendo eso, el independentismo ha llegado a creer que, si reculaba, el Estado aflojaría. No ha sido exactamente así. Los independentistas fueron a unas elecciones convocadas por el gobierno español, y el estado español no reconoció al president Puigdemont como candidato a la presidencia; los partidos independentistas descartaron a Puigdemont como candidato, y el Estado marca quién puede ser diputado y quién no.

Me inquieta que el "somos gente de paz" quiera decir que tenemos miedo al conflicto

Lo mismo sucede en TV3, donde a pesar de no hablar de presos políticos y llevar a muchos tertulianos unionistas, Albert Rivera le soltó a Lídia Heredia que la televisión pública catalana manipula, y el ministro José Luis Ábalos regañó, con elegancia y bondad, a Laura Rossel diciéndole que La Nostra tendría que ser más plural. El crimen de TV3 no es que diga presos políticos o políticos presos, o que lleve a uno, dos o tres tertulianos unionistas. El crimen de TV3 es que explique el mundo desde un punto de vista catalán. Con todo el margen de mejora y de reflejo de la pluralidad que pueda haber.

Lo mismo pasa con el independentismo en general y los partidos políticos en particular. El pecado original para España fue que el 1 de octubre Catalunya no sólo existió como nación, sino que existió como nación sin necesitar a España. El valor del 3 de octubre es que los catalanes españoles reafirmaron su sentimiento de españolidad no gracias al estado español, sino a pesar de (o incluso contra) el estado español. Por eso el PSOE está tranquilo con las gesticulaciones del Govern, porque sabe que mientras se sienten en las mesas bilaterales a hablar de Rodalies y dinero prometido diez años atrás a los independentistas seguirá necesitándolos.

Escribiendo sobre cómo las mujeres se resistían a los discursos que las querían recluir en casa aprovechando los casos de asesinatos y desapariciones forzadas, la politóloga Nerea Barjola concluía que la historia de las transgresiones es la historia de las agresiones. Barjola remachaba la reflexión con la cita de otra feminista, Silvia Federici: "El precio de la resistencia es el exterminio". A menudo me pregunto si el independentismo tiene claro eso. Más allá de si el mandato del 1 de octubre se podía implementar, o no, el rumor que percibo de fondo en todos los debates sobre la estrategia independentista, el elefante en la habitación, es el miedo al exterminio. El silencio como respuesta a la pregunta: "Ya, vale, pero si hacemos todo, tooooooodo lo posible para tener un referéndum pactado, ampliamos la base mucho y mucho, y aun así el gobierno español pasa de nosotros, ¿qué?".

Me inquieta que el "somos gente de paz" quiera decir que tenemos miedo al conflicto. A la guerra. A la violencia más cruda. Si fuera así, estaríamos desvirtuando el pacifismo y la resistencia no violenta. Primero, porque muchos de sus practicantes a lo largo de la historia no se han detenido ante el conflicto y la guerra, sino al contrario. Segundo, porque el pacifismo y la resistencia no violenta ya no serían instrumentos para alcanzar un objetivo político concreto, sino un chantaje para frenar la consecución.