La votación del suplicatorio en el Congreso de los Diputados sobre Laura Borràs, portavoz de JxCat en la cámara española, es un ejemplo de dos de las miserias que implica para la sociedad catalana el régimen autonomista del 78, que dificulta que ni sus habitantes ni los partidos puedan alcanzar la madurez política necesaria que correspondería a una sociedad democrática y republicana.

La primera es la sumisión a un plebiscito constante, fruto de la dinámica impuesta por el mismo régimen del 78, que obliga a los partidos independentistas a escoger entre dos opciones igualmente insatisfactorias, en tanto que incompletas. Por ejemplo, escoger entre un gobierno de coalición de PSOE y Podemos o uno de Ciudadanos, PP y Vox implicará, para Catalunya y otras naciones subalternas como Euskadi, escoger entre derecha e izquierda, pero en cualquier caso la elección no supondrá que se libere del yugo imperialista español. Lo demuestra la renuncia del gobierno más progresista de la historia española a investigar a Felipe González por los GAL.

Hay indicios para llevar a juicio a Laura Borràs, pero también para considerar que no tendrá un juicio justo. El dilema que se le plantea al independentismo es este: lucha contra la corrupción, respetando siempre la presunción de inocencia de Borràs, a cambio de más represión. Es una elección injusta: lo ideal sería que la diputada pudiera defender su inocencia en unos tribunales que no formaran parte de la represión española.

El caso de Laura Borràs hace evidente que la defensa de la independencia de Catalunya es la reivindicación de tener la capacidad de decidir sobre una opción que se ajuste a la perfección a las necesidades de la sociedad catalana. Sin la interferencia de un estado opresor que obligue a escoger entre la opción menos mala

En caso de que Borràs fuera declarada culpable de fraccionar contratos públicos, sería culpable de una práctica que, sottovoce, se apunta que es habitual, junto con otros como bajar el importe de un contrato para no tener que ir a concurso público. Algunas de estas prácticas se hacen para beneficiar a entidades y empresas afines, cierto, pero en otros casos se hace para ahorrar burocracia y poder contratar ágilmente a entidades, empresas y particulares que han demostrado su solvencia y capacidad.

Es aquí donde entra la segunda miseria: la batalla de los partidos para situar un relato que les permita ganar unas elecciones para gestionar la autonomía. Si las formaciones quieren luchar contra la corrupción de la cual presuntamente ha sido partícipe Laura Borràs, ¿por qué no investigan qué ayuntamientos e instituciones gobernados por sus miembros han hecho prácticas similares? La otra cosa sería repensar el modelo de provisión de servicios a la administración pública, que nos llevaría a plantear o bien crear un sistema 100% público o bien modificar las leyes existentes para agilizar la contratación, además de otras medidas como favorecer entidades con condiciones de trabajo éticas y que provean un buen servicio. En todo caso, el sistema se tiene que revisar. Parece que no evita ni malas praxis de la administración, ni la concesión a empresas que ofrecen servicios pésimos y condiciones de trabajo precarias (véase las residencias de ancianos), ni la concentración de la provisión en manos de grandes empresas, como Ferrovial.

El caso de Laura Borràs hace evidente que la defensa de la independencia de Catalunya es la reivindicación de tener la capacidad de decidir sobre una opción que se ajuste a la perfección a las necesidades de la sociedad catalana. Sin la interferencia de un estado opresor que obligue a escoger entre la opción menos mala, y el chantaje de los partidos independentistas que se deriva de ello, es más fácil que la atención de la ciudadanía catalana se centre en la fiscalización de sus representantes, y en la instrumentalización que hacen para alimentar desavenencias y tapar prácticas que se sospechan endémicas.