Escocia es un país que parece diseñado por un grupo de creativos y guionistas que hayan recibido el encargo de crear el país más único del mundo, distinto a todos los demás. No falta nada: clanes belicosos, tartanes elegantísimos, gaitas ensordecedoras, castillos increíbles, insurrecciones patrióticas, poetas románticos y destilerías de whisky, todo ello disperso en unos paisajes estremecedores de bosques brumosos. Por si fuera poco, como si faltara la guinda del pastel, se sacaron el monstruo del lago Ness del bolsillo en el último momento. Es un país tan perfecto que incluso los hombres quedan bien cuando llevan falda, algo que no ocurre en ningún otro lugar del mundo civilizado. Escocia y Catalunya se parecen como un huevo a una castaña, pero tienen algunos elementos en común. Ambos países tienen una población similar, fueron ocupados por otro, tienen una lengua minorizada y poseen una arquitectura política autónoma y partidos nacionalistas fuertes. Las naciones catalana y escocesa son de las más antiguas de Europa y ambos países tienen sus orígenes parlamentarios bien arraigados en la Edad Media. Son pueblos que han sufrido adversidades y han cometido errores propios, pero el sentimiento de identidad y pertenencia a una comunidad diferenciada es muy grande. Ambos países acabarán decidiendo su destino y sin lugar a dudas están en el podio de las naciones sin Estado de Europa.

He pasado unos días en Escocia y he sacado algunas lecciones para nosotros. Para empezar, a diferencia de Catalunya, los escoceses juegan bien la carta de conectar emocionalmente a las grandes ciudades, y su capital, con el resto del país. Los escoceses han levantado grandes ciudades industriales como Glasgow sin perder el sentido de país. Pueden ser profundamente escoceses sin renunciar a ser cosmopolitas. Por ejemplo, el lema del aeropuerto de Edimburgo es “Where Scotland Meets the World”. ¿Os imagináis que el lema del aeropuerto de El Prat fuera “On Catalunya connecta amb el món”? ¿Verdad que no? Mientras aquí llevamos cuatro décadas haciéndonos la zancadilla contraponiendo Barcelona y el resto de Catalunya, allí han sabido ofrecer y defender un país unido, desde la ciudad más grande al pueblo más recóndito. Por otro lado, los escoceses tienen una economía abierta al mundo sin necesidad de pasar por Londres. La marca Escocia es sinónimo de calidad en todo el globo. Escocia ha dado al mundo grandes nombres, y ninguno ha fingido ser británico en ningún momento: de Sean Connery a Amy Macdonald, de Adam Smith a Alexander Fleming, de James Watt al doctor David Livingstone, todos se han proclamado escoceses sin vergüenza ni complejo. Tienen raíces profundas y la mirada puesta en el futuro. Cuando vas por las carreteras escocesas ves muchos aerogeneradores. Tantos, que son uno de los países líderes de Europa en generación de energía renovable: en 2024 el 113% de su consumo eléctrico era de origen renovable, siendo un mercado emisor hacia el resto del Reino Unido. Aquí, devorados por la burocracia y amenazados por nuestros propios “nimby”, no llegamos ni al 20 por ciento. Catalunya tiene mucho que aprender de este amor propio escocés. Miramos demasiado a Madrid para quejarnos (con toda la razón) pero en casa tenemos mucho camino por recorrer y mucho trabajo por hacer. Quizás no somos la Dinamarca del sur que se nos prometió, sino la Nápoles de poniente. Estaría bien que empezásemos a ponernos las pilas.

Catalunya tiene mucho que aprender de este amor propio escocés. Miramos demasiado a Madrid para quejarnos pero en casa tenemos mucho camino por recorrer y mucho trabajo por hacer

A nivel político, tras el batacazo del referéndum sobre la independencia de 2014, el país se encuentra en un cruce. Si bien el SNP sigue dominando el mapa político, lo cierto es que el gobierno escocés parece encontrarse en una sala de espera, sin saber demasiado bien hacia dónde tirar. El partido no parece tener un plan concreto para el futuro de Escocia, más allá de gobernarla con suficiente acierto. Quizá aprendieron algo del referéndum: no deja de ser una paradoja que la consulta se perdiera con un 55 por ciento de votos contrarios, si tres años antes el SNP había obtenido una victoria arrolladora en las elecciones escocesas prometiendo un referéndum, obteniendo 69 diputados de un total de 129 escaños. La gente parece que quiere nacionalismo y tener Londres muy lejos, pero a la vez no se decide mayoritariamente a dar el salto. Es una situación interesante que se explica por muchos factores, como el hecho de que la gente allí vive, en términos generales, bastante bien. Y el Reino Unido no es España ni la monarquía británica son los Borbones, claro.

También hay lecciones contradictorias de Escocia hacia Catalunya. El uso de la lengua original de Escocia, el gaélico escocés, es marginal. Menos del 3 por ciento la población tiene algún conocimiento de esta lengua, pero los hablantes habituales apenas llegan al uno por ciento. Es una lengua con un futuro incierto y el propio gobierno escocés tiene una actitud algo folklorizante con este idioma. Este hecho demuestra que una lengua amenazada no se puede dejar solo en manos de sus hablantes, sino que es necesaria una acción determinada de la administración para defenderla y hacerla progresar. Los hablantes y el gobierno son las dos ruedas de cualquier bicicleta lingüística; si falla una solo tendremos un monociclo, y con un monociclo no se va muy lejos. Sin embargo, como los vascos o los irlandeses, los escoceses han logrado que el nacionalismo tenga un vínculo difuso con la lengua (que no debe confundirse con la identidad), por lo que se puede ser independentista vasco, irlandés o escocés sin saber nada de la lengua propia. En nuestro país el vínculo de la lengua con la independencia es crucial, y por eso los enemigos de Catalunya atacan el catalán por tierra, mar y aire, los 365 días del año. Como dice a menudo el gran Titot, "España no hace vacaciones" con algunas cuestiones. Seguramente por eso, la ciudad obrera de Glasgow fue uno de los cuatro distritos que votaron a favor de la independencia, mientras que en la Escocia rural y más remota ganó, con mucha diferencia, el voto contrario. He aquí el gran reto del nacionalismo catalán; convencer a las clases medias de las áreas metropolitanas de Barcelona y Tarragona. Y esto se hace poniendo la lengua y la identidad en el centro, pero recordando constantemente, con datos y argumentos, que la concepción ideológica del Estado español perjudica a todos y cada uno de los ciudadanos de Catalunya.