El conflicto de Venezuela está poniendo de manifiesto la perversión del lenguaje y la hipocresía que domina a menudo el discurso político supuestamente democrático con lecciones aplicables ahora y aquí. Huelga decir que el régimen impuesto por Hugo Chávez y continuado por Nicolás Maduro, a pesar de la inicial legitimación de las urnas, no cumple las condiciones mínimas de un Estado democrático de derecho. Maduro aguanta de momento en el poder y aguantará mientras siga teniendo el apoyo del Ejército, muy adiestrado por los aliados cubanos, pero los argumentos sobre su legitimidad democrática han sido avalados por un Tribunal Supremo que ha tomado decisiones que recuerdan episodios próximos. Interpretando muy subjetivamente la Constitución, el gobierno de Mariano Rajoy destituyó el Govern de la Generalitat y convocó elecciones en Catalunya por su cuenta, y el Tribunal Supremo, en un procedimiento repleto de irregularidades, encarceló a los candidatos adversarios.

Una de las críticas más unánimes al régimen de Maduro ha sido que el Tribunal Supremo asumiera las funciones de la Asamblea Nacional cuando después de las elecciones de 2015 el Parlamento venezolano registró una mayoría opositora. El gobierno español hizo algo tan insólito que no tiene precedentes en las democracias europeas como fue darle poderes al Tribunal Constitucional para destituir cargos legítimamente elegidos sin ni siquiera pasar por las Cortes. Y cuando Carles Puigdemont iba a ser legítimamente investido, el Constitucional lo prohibió, a instancias del gobierno español, a pesar del dictamen contrario del Consejo de Estado.

Maduro también se ampara en la Constitución y el Tribunal Supremo para machacar a los adversarios políticos

El año pasado, Maduro fue reelegido en unos comicios que la Organización de Estados Americanos (OEA), con sede en Washington, declaró que no eran válidos al haberse anulado candidaturas opositoras y no cumplir las mínimas garantías de neutralidad. Con todo, Maduro juró el cargo ante el Tribunal Supremo. Ha sido el no reconocimiento internacional de la elección de Maduro lo que se ha interpretado como el vacío de poder que justificaba que el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, asumiera la presidencia para convocar nuevas elecciones. Guaidó se ha amparado también en la Constitución (art. 233), con lo que ha provocado nuevas disquisiciones jurídicas.

En resumen, en Venezuela, como en España, como en Turquía y en todas partes, gobierno y opositores, todo el mundo se reivindica demócrata y se otorga la legalidad constitucional y todo el mundo tiene argumentos para que puedan ser avalados por los tribunales amigos, pero siempre se acaba imponiendo la razón de la fuerza y no al revés. Si Maduro continúa en el poder será porque los militares se mantienen fieles al régimen, pero si se consolida Guaidó será por el apoyo internacional liderado por Estados Unidos, que acabará disuadiendo a los militares bolivarianos, a los que ya se les ha prometido la amnistía.

Entonces la cuestión es: ¿a qué viene tanta solidaridad y tanto interés por la democracia en Venezuela cuando Donald Trump volverá a abrazarse este mismo mes con el dictador de Corea del Norte y ha sido el principal exculpador del príncipe descuartizador de Arabia Saudí? Seguramente, la respuesta tendrá bastante que ver con el petróleo, el narcotráfico y la influencia cubana en la región. Se puede entender, desde el punto geoestratégico, la influencia de la primera potencia, que ha arrastrado a la mayor parte de los Estados latinoamericanos. Algo más sorprendente es el papel de los Estados europeos exigiendo elecciones e imponiendo ultimátums. Interfieren en los "asuntos internos" de un país que se encuentra a 8.000 kilómetros de París, pero se han inhibido sistemáticamente en conflictos muchos más cercanos, algunos internos de la Unión Europea, entre ellos el conflicto catalán.

Llegados a este punto, confirmamos la conclusión evidente a lo largo de la historia de que para conseguir un objetivo político colectivo son imprescindibles los aliados internacionales. El soberanismo catalán, de momento y que se sepa, no tiene muchos, pero eso no se sabe a ciencia cierta hasta que la crisis revienta de veras, cosa que todavía no ha ocurrido. Cuando Mariano Rajoy visitó a Donald Trump en la Casa Blanca poco antes del referéndum del 1 de octubre, tanto el presidente de Estados Unidos como el departamento de Estado dieron apoyo a la unidad de España, pero se negaron repetidamente a condenar el referéndum catalán como sí hicieron la misma semana con el referéndum kurdo. Incluso Trump dijo delante de Rajoy que "si la gente no vota habrá mucha protesta". Por alguna poderosísima razón la prioridad del Ministerio de Asuntos Exteriores español es neutralizar la tarea de internacionalización del conflicto que llevan a cabo los presidents Puigdemont y Torra, y por eso el ministro Borrell se irritó tanto cuando congresistas de tanto prestigio como John Lewis recibieron al president Torra en el Capitolio. Me dicen que Lewis le dijo a Torra: "No aflojéis".