En artículos precedentes he tratado los temas del equilibrio territorial, de la equidad, y de la inmigración como puntos básicos de la cohesión social y, por tanto, forjadores de identidad. Son los desequilibrios o las malas opciones lo que nos puede descarrilar como colectividad arraigada, y con identidad propia. Y hay que trabajar y ser lo bastante listos para encontrar las buenas respuestas a cada uno de estos temas
Hoy me gustaría referirme a otro aspecto de este puzle: el que conforman el reconocimiento de los derechos culturales, los desequilibrios en infraestructuras en este ámbito, y el peligro del dirigismo cultural. Vamos por partes, y empecemos por el principio.
Los derechos culturales se conciben como un instrumento más del estado del bienestar, junto a la enseñanza, la sanidad y los servicios sociales. Ciertamente, si queremos una sociedad equilibrada, equitativa y donde todo el mundo se pueda sentir acogido, es obvio que los derechos, herramientas y estructuras que facilitan el acceso a la cultura también han de formar parte de una sociedad socialmente avanzada y justa, que es el objetivo de esta gran cadena y proyecto social que es el estado del bienestar. Una manera de estar nosotros y nuestra colectividad en el mundo que damos como consolidada y eterna, pero que tiene su actualidad y posteridad amenazada por múltiples peligros y crisis. Si la queremos, haríamos bien de ser proactivos en su defensa
No tendremos cohesión social ni reforzaremos la identidad si las actividades culturales son decididas, programadas y ejecutadas por concejales y personal técnico desde sus despachos
El ejercicio de estos derechos culturales debería estar en relación con el equilibrio territorial y con la equidad, pero la realidad está muy alejada de estos principios rectores. La práctica totalidad de los grandes equipamientos culturales (Teatre Nacional de Catalunya, Filmoteca de Catalunya, Gran Teatre del Liceu, por ejemplo) y de herramientas de creación cultural (Orquestra Ciutat de Barcelona y Nacional de Catalunya, OBC) están basados en Barcelona, y es lógico, pero no es tan lógico que las compañías y producciones que dan vida a estas grandes infraestructuras culturales se prodiguen poco, o nada, por el país.
Estaría bien que en el contrato programa correspondiente se estableciera que algunas producciones del Teatre Nacional de Catalunya, que algunas sesiones o ciclos de la Filmoteca Nacional, y que algún concierto de la Orquesta y Coro del Gran Teatre del Liceu y de la OBC, por ejemplo, se pudieran visualizar fuera de la Ciudad Condal. En giras que, con el mismo nivel de calidad y exigencia, permitieran a los que vivimos fuera de Barcelona disfrutar de estos espectáculos. Infraestructuras y producciones que, por cierto, también mantenemos el resto de catalanes por vía impositiva. Estaría bien que en lugar de tener un concierto de la Orquesta del Gran Teatre del Liceu y de la OBC, respectivamente, cada dos años en Lleida, por ejemplo, tuviéramos más a menudo, y que se pudieran retomar acciones de la Filmoteca en algunas ciudades, una iniciativa que fue posible en el pasado y que ahora no está operativa.
Está claro que también sería deseable que los entes locales no se hicieran el remolón a la hora de programar actividades provenientes de estas grandes infraestructuras, y no dejaran pasar la oportunidad (por pereza, ineficacia o desbarajuste) de que sus conciudadanos pudieran disfrutar de sus derechos culturales y, en concreto, de su derecho a disfrutar de estas producciones. Ligado a esto me preocupa el tema del dirigismo cultural. No tendremos cohesión social ni reforzaremos la identidad si las actividades culturales son decididas, programadas y ejecutadas por concejales y personal técnico desde sus despachos. Si esta tropa decide a quién se contrata, por qué, cómo y cuándo, el papel de las entidades culturales queda difuminado a corto plazo y tiende a la desaparición a medio plazo.
Se invoca el principio de colaboración del sector público y el privado, pero da la sensación de que el sector público no lo acaba de entender (quizás el privado tampoco, a veces). Colaboración no quiere decir “yo decido y usted paga”, ni quiere decir “juntos tenemos una idea y una de las partes se la queda como propia”, ni quiere decir una voluntaria falta de coordinación. Si la actividad cultural la programan y producen las administraciones y se propone gratis a los ciudadanos, las entidades culturales son expulsadas del terreno de juego, por la simple razón de que no pueden competir a precio cero, porque detrás no tienen presupuestos públicos ni capacidad de deuda posibles.
Dejar la programación en manos públicas puede comportar un dirigismo cultural en el sentido de que se programe solo aquello que, por el motivo que sea, interese al poder. La existencia de múltiples entidades, con enfoques diversos, es mucho mejor para la cohesión social, y a través de ella para la construcción de la identidad nacional. Colaborar sí, imponer no. Respetar intereses sí, servir al propio interés no. Son tiempos de diversidad y de diversificación, de abrir y no de cerrar, de generosidad y no de mirarse el ombligo.
Estamos en el tiempo de los derechos culturales para todos, ejercidos por todos, con posibilidades de acceso para todos, y sin dirigismos espurios.
