López Guerra sostiene, no sin acierto, que “la legitimación democrática aparece hoy como la legitimación fundamental de los poderes del Estado, incluyendo al poder judicial”, vinculando la soberanía popular de la “que emanan los poderes del Estado” con la expresa ratificación, a efectos de la justicia, que hace el mismo texto constitucional, en su artículo 117, al establecer que esta también “emana del pueblo”, aunque aquí se ejerza en nombre del Rey.

Es decir, la justicia, al igual que el poder legislativo y el ejecutivo, emana del pueblo y, por tanto, todo constitucionalista que se precie no puede discutir que la auténtica legitimidad de estos tres poderes, sobre los que se sustenta todo estado democrático, tiene su origen y fundamento en el pueblo. Su legitimación democrática no les viene por aquello que hacen ni por el poder del que disponen ni por el grupo al que pertenecen, sino única y exclusivamente por la voluntad del pueblo.

La legitimidad tiene, en este concreto sentido, dos caras: una, que es la que entrega poderes, atribuciones y capacidades, y, otra, que se corresponde con la necesidad de exigencia de responsabilidades. Junto a ello, para que se dé un adecuado equilibrio, deben existir una serie de mecanismos que permitan el control mutuo entre los distintos poderes del Estado.

Así es cómo, expuesto de forma muy simple, debe funcionar todo estado democrático y de derecho ―de los que no necesitan adjetivos en sus presentaciones― para que los ciudadanos, que es en quienes reside la soberanía y de donde emana la legitimidad de esos poderes, puedan sentirse no solo representados, sino también garantizados en sus derechos y libertades.

Desde hace ya mucho tiempo vengo insistiendo en la necesidad de articular mecanismos que permitan reconstruir dicho equilibrio y a través de los cuales ningún poder del Estado se coloque en una posición hegemónica respecto de los otros. Sin embargo, y con el transcurso del tiempo y los acontecimientos, vemos cómo nada de esto se ha hecho.

La posición hegemónica que ha conseguido, afianzado y viene ejerciendo la cúpula judicial, respecto de los otros poderes del Estado, es tanto o más peligrosa, a nivel de calidad democrática, que la que podría generar una similar en el caso de emanar del poder legislativo o del ejecutivo. De lo que se trata es básico: ningún poder debe prevalecer sobre otro.

Cualquier poder incontrolado, pero sobre todo incontrolable, se transforma en un poder tiránico que termina imponiendo sus criterios por encima de los criterios mayoritarios y, peor aún, anteponiendo sus particulares intereses a los generales

Decía recientemente Elisa Beni en este mismo medio: “Los jueces de derechas quieren independizarse. No es que quieran ser independientes, que sería lo suyo, y una característica y virtud que debe cultivar cada uno de ellos en su trabajo, no, lo que quieren es ser el poder independiente de su casa. El poder que se lame solo. El poder que controla a todos pero que no es controlado por nadie ni acepta normas de nadie, ni siquiera las que emanan del Parlamento. Los mismos jueces conservadores que se rasgan la camisa afirmando que ellos sólo están sometidos al imperio de la ley”. Razón no le falta y es ahí donde surge uno de los mayores problemas y un claro riesgo de involución democrática.

Parar esta deriva debería ser tarea preferente de cualquier demócrata y más de quienes tienen la responsabilidad de representarnos a todos los ciudadanos. Seguramente esta debería ser una de las grandes tareas a abordar en esta legislatura a nivel estatal y más teniendo claro la actual composición de las cámaras de representación popular.

Cualquier poder incontrolado, pero sobre todo incontrolable, se transforma en un poder tiránico que termina imponiendo sus criterios por encima de los criterios mayoritarios y, peor aún, anteponiendo sus particulares intereses a los generales, que deberían ser los que guíen su funcionamiento.

En los últimos tiempos, hemos visto no solo el cómo han ido usando el poder del que disponen para incidir en la vida política estatal y catalana, más bien condicionarla, y cómo, algunos, se han posicionado abiertamente por una reforma de las normas que regulan el gobierno del poder judicial, cambio de tal calado que terminaría por independizarles de forma definitiva de cualquier otro poder del Estado, pero, sobre todo, de los controles, pesos y contrapesos, de los que vengo hablando.

Cuando un poder adquiere un excesivo poder y adquiere una posición hegemónica sobre los otros poderes, se produce un desequilibrio que tenderá a acrecentarse, cada vez más, y siempre en beneficio de dicho poder estatal, en detrimento del papel de los restantes poderes y, sobre todo, en perjuicio directo de los derechos y libertades de todos los ciudadanos que, como insisto, es de quienes emana la legitimidad de ese y cualquier poder estatal.

Así como a los políticos los ciudadanos podemos exigirles responsabilidades, tanto en las urnas como en los tribunales, no parece ni normal ni democrático que al poder judicial solo le pueda exigir responsabilidades el propio poder judicial

A pesar de las quejas, de las amenazas de inconstitucionalidad que se han vertido, de las cartas a Europa y de todos los movimientos generados a partir de la reforma que se está tramitando de la ley orgánica del poder judicial, se puede comenzar a construir una postura común, más bien amplia, que permita avanzar en movimientos más audaces que sean capaces de reconducir, hacia una postura de equilibrio de poderes y apego a la legitimidad democrática, a un poder que, como bien dice Beni, quiere independizarse, que no es lo mismo que ser independiente en la persona de cada uno de sus miembros, y, peor aún, tengo la sensación de que quiere convertirse en el poder hegemónico del Estado… Un poder sin pesos ni contrapesos, un poder que no rinda cuentas ante nadie.

Solucionada la permanencia indefinida en el cargo y en el uso del poder por parte de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, el siguiente desafío debe ser acercarle a la ciudadanía por la vía de la posibilidad de exigencia directa de responsabilidad.

Así como a los políticos, poder legislativo y ejecutivo, los ciudadanos podemos exigirles responsabilidades, tanto en las urnas como en los tribunales, no parece ni normal ni democrático que al poder judicial solo le pueda exigir responsabilidades el propio poder judicial… La “independencia judicial” no consiste en eso.

Una forma para cambiar esto, y abrir un nuevo horizonte de interrelación entre ciudadanos y justicia, es lo establecido en el artículo 125 de la Constitución y desarrollado en la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del Tribunal del Jurado.

Bastaría una pequeña reforma en dicha ley para incluir en la misma un nuevo delito que sea competencia del Tribunal Jurado. Consistiría en agregar en su artículo 1.2) un nuevo apartado, que diga: “l) De la prevaricación (arts. 446 a 449)”. Miren qué sencillo, se trata de agregar un apartado, la letra “l”, de un concreto artículo de una específica ley y veríamos cuánto cambiarían muchas cosas, pero, sobre todo, la percepción que los ciudadanos tendríamos de la justicia.

En el fondo, y habiéndose demostrado que, si hay voluntad política, los números sí que dan en esta legislatura y se trataría de avanzar en una dirección democratizadora en la línea según la cual si la justicia emana “del pueblo”, el poder exigirles responsabilidades, como a cualquier otro poder del estado, también corresponda hacerse “por el pueblo”.