La editorial Hermida de Madrid ha traducido una conferencia de George Simmel, corta pero llena de ideas, que ayuda a entender el Brexit y los problemas que tiene Europa. Las grandes ciudades y la vida intelectual analiza el frágil equilibrio que mantiene en buena forma los sistemas culturales modernos ante los cambios impulsados por las dinámicas de la vida y de la historia.

Siguiendo el texto es fácil comprender hasta qué punto el mundo europeo está enfermando de un sentido práctico cobarde y banalizador. Y también porque Inglaterra y Catalunya, como ya ha pasado otras veces, son dos polos importantes de la revuelta contra las convenciones políticas apolilladas que han dejado de dar respuesta a los impulsos naturales de los hombres.

Simmel, que fue uno de los primeros sociólogos de la vida urbana, describe muy bien un fenómeno que ahora se da otra vez con fuerza y que yo mismo observo cada día en las aulas. La multiplicación de estímulos obliga al individuo a protegerse detrás de una indiferencia y unos discursos tópicos que van degradando su sensibilidad y su capacidad de pensar por él mismo.

Ante la imposibilidad de responder de una forma personalizada a todo lo que pasa a su alrededor, el hombre moderno se asoma a la vida objetiva y se vuelve frío, indiferente y calculador. La necesidad de simplificar y de someter a una medida homogénea todo aquello que no es capaz de entender, acaba llevando al individuo a vivirlo todo a través del dinero y de los discursos que lo justifican.

Decolorada por los tópicos, la vida se devuelve una comedia aburrida y mediocre, cada vez más marcada por las apariencias y el utilitarismo. Protegido por las convenciones sociales, el hombre se consume dentro de una esfera de narcisismo complaciente a medida que se olvida de él mismo y, por lo tanto, que su inteligencia instintiva se adormece y se atrofia.

La proliferación de libros y artículos que vuelven a poner en valor la intuición no se entiende sin el papel que Simmel atribuye al peso que la vida exterior tiene en las grandes ciudades cosmopolitas. La fuerza de los discursos compartidos socava el núcleo de la vida humana, y cada vez son mayores y más violentos los esfuerzos que el individuo tiene que hacer para afirmar su personalidad ante del mundo.

El racionalismo se banaliza, el conocimiento se vuelve una prisión y el hombre pierde capacidad de reaccionar a los problemas de una forma eficaz y auténtica. Simmel explica muy bien como las mismas creaciones culturales que en un momento determinado canalizan los instintos y las pasiones, momifican la vida de una sociedad a medida que envejecen y pierden el contacto con el presente.

Ahora pienso en un libro que compré en París, hace una docena de años, cuando el periodismo todavía pretendía ser objetivo y sacarte el doctorado tenía un prestigio. Es uno de aquellos libros generalistas que los franceses hacían tan bien, dedicados a la vida cotidiana del siglo XVIII. En el volumen puedes llegar a encontrar la relación que los ciudadanos del Estado vecino tenían con la zoofilia; en cambio, en ningún sitio aparecen referencias a la diversidad lingüística.

Mientras hojeaba el libro pensaba que, cuando lo compré, el coche y el reloj eran los dos símbolos de la vida urbana. Entonces Europa todavía se creía el centro del mundo, con el permiso de los Estados Unidos, que era visto como un hermano pequeño, primario y violento. Aunque el mundo ha cambiado mucho, los discursos políticos y académicos a menudo parece que corran en la misma dirección como una gallina sin cabeza.

Inglaterra y Catalunya, quizás porque son países que comparten una vida local fuerte, una relación conflictiva con la Iglesia y la memoria de un imperio comercial, acostumbran a jugar un papel de revulsivo cuando Europa se estanca en sus intelectualismos. Ahora que el Brexit se ha puesto en marcha, no dejo de pensar que si Catalunya fuera un Estado independiente, Inglaterra no habría votado marcharse, porque Europa quizás sería otra.

En todo caso, el Brexit y la autodeterminación de Catalunya violentan tanto el sistema cultural, que si nos lo miráramos a la luz de los discursos hegemónicos Theresa May y Anna Gabriel serían casi lo mismo. Una cosa sí que me parece que tienen en común: desde sensibilidades muy diferentes, las dos comprenden que el mundo europeo está agotado y que hay que devolver el poder a la gente para que asuma la responsabilidad de explorar nuevas síntesis y nuevas combinaciones.

La alternativa es que vayamos tendiendo hacia el imaginario de Albert Rivera, hacia una Europa que haga esa cara suya de American Phyco, con el Rolex de pulsera, adornado con la bandera de España.