No aprendemos. El doctor Oriol Mitjà se quejaba en Twitter de que, a pesar de los rebrotes de Covid-19 por todas partes, incluso "médicos inteligentes" que conocen el virus van a la discoteca sin hacerse el test de antígenos. "La advertencia está escrita, pero todo parece inútil —lamentaba el epidemiólogo— para un mundo que sólo quiere volver a toda velocidad al lugar del cual tendríamos que huir".

Este mundo se parece mucho a lo que el pensador Byung-Chul Han define como "la sociedad paliativa" en el libro del mismo título (Herder). Es la sociedad marcada por la "algofobia" o "fobia al dolor", "un miedo generalizado al sufrimiento". No se trata de que nos vayamos azotando por la calle como los flagelantes en las procesiones bárbaras de Semana Santa, pero tanto Mitjà como Han remiten a un tipo de sociedad en la cual, al huir del dolor de manera permanente —como evidencia el retorno a las discotecas, o a las fiestas multitudinarias de fin de curso, como si nada hubiera pasado—, acabamos viviendo anestesiados. Lo cual afecta de lleno a la política, que deviene en una "posdemocracia" o "democracia paliativa". Veámoslo.

Como huimos del dolor todo lo que podemos, "cada vez se deja menos margen a los conflictos y las controversias, que podrían provocar dolorosas confrontaciones". Así, "aumenta la presión para acatar acuerdos y para establecer consensos. La política se acomoda a una zona paliativa y pierde toda vitalidad. La falta de alternativa es un analgésico político. El difuso "centro" resulta paliativo", argumenta el filósofo surcoreano. La consecuencia es que esta política paliativa ni tiene visiones —proyecto— ni es capaz de hacer reformas profundas que, claro, pueden producir dolor.

¿Les suena, la música? El diagnóstico de Han para el conjunto de las sociedades occidentales parece hecho, en algunos momentos, sobre el cuerpo no sé si inerte o casi del procés independentista catalán. La ofensiva independentista, radicalmente demócrata, de octubre del 2017 en Catalunya, suponía enfrentarse al dolor de decidir el propio futuro, de romper con la "democracia paliativa" que impide transformar las cosas. Y, enseguida, el equipo médico habitual, los paliativos de cabecera, los tercerviistas y moderados de guardia, advirtieron de los riesgos de "fractura" social, etcétera, y reclamaron pactos, mediaciones y acuerdos, sin éxito. Este fue su fracaso, el enorme fiasco que no reconocen. Y la razón es que Madrid optó por el dolor, pero no por asumir aquel dolor que empapa el alma cuando tiene que escoger, cuando tiene que tomar una decisión difícil, sino por producirlo, por sembrar el dolor por la vía de la represión. Lo que para muchos catalanes era una decisión moral más o menos dolorosa —decir, como el poeta, adeu Espanya— para el Estado fue la oportunidad de afirmarse infligiendo dolor, de manera ejemplarizante, como en un auto de fe del siglo XVII. La verdadera fractura del procés la ha provocado el Estado enviando políticos en la prisión y el exilio forzoso, intentando arruinarlos económicamente y procesando a miles de ciudadanos catalanes, en una espiral punitiva todavía vigente y sin parangón en la Europa occidental.

La ofensiva independentista, radicalmente demócrata, de octubre del 2017 en Catalunya, suponía enfrentarse al dolor de decidir el propio futuro, de romper con la "democracia paliativa" que impide transformar las cosas

La política paliativa, dice Han, "Prefiere usar analgésicos, que surten efectos provisionales y que no hacen más que tapar las disfunciones y los desajustes sistemáticos". Cuando el dolor, manifiestamente asimétrico, ha superado el umbral de lo democráticamente aceptable —no en balde Europa ha sacado la tarjeta roja a España, a quien compara con Turquía— se recorre a las curas paliativas. Los indultos a los presos y presas políticas, y la mesa de diálogo que Sánchez y Aragonès han acordado reunir en septiembre, son ejemplos de la política paliativa, y de los analgésicos, con que el Estado quiere tratar la "inflamación" catalana. Sánchez, contrariamente a lo que interesa decir y escribir a los moderados y, curiosamente, a los extremistas de derecha, asume muy poco dolor político con los indultos: como mucho, tanto como el que poduce un pinchacito en el dedo. Son muchos los que, como los médicos que señala Oriol Mitjà, quieren volver a la discoteca sin hacerse la prueba de antígenos, como si la pandemia, y la represión del procés, esa fiebre recurrente que afecta al estado español, no hubieran existido nunca.

Se me dirá que Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, los dos máximos responsables políticos del Govern durante los hechos de octubre del 2017, no quisieron asumir el dolor que la situación acabara derivando en un enfrentamiento violento y, por eso, la independencia quedó en stand by. Es posible. Pero no lo es menos, y aquí quedan exonerados en muchas de sus decisiones, que ellos sí que, en la prisión y el exilio, como el resto de represaliados, han acabado asumiendo personalmente el dolor de haber querido hacer política. La política que, en la posdemocracia paliativa, seguramente se ha rehuido colectivamente más de lo que pensamos o estamos dispuestos a aceptar. A diferencia de lo que hacen ahora a pesar de los rebrotes del virus los colegas de que habla el doctor Mitjà, ni Puigdemont ni Junqueras se fueron a la discoteca cuando más doloroso era el procés. Y  ni ellos, ni la política catalana en su conjunto se pueden ir ahora.

El dolor compartido de haber querido hacer política, no de flagelarse, es la piedra sobre la que Puigdemont y Junqueras y todo el independentismo pueden continuar el camino

Todo esto va bastante más allá del falso dilema de la DUI o no DUI, de la unilateralidad o multilateralidad que mantiene bloqueado el debate estratégico del independentismo como el hámster en la rueda o el asno en la noria, da lo mismo. No es ningún secreto que entre Puigdemont y Junqueras media un profundo abismo. ¿Pueden construir algo, juntos, sobre el vacío? El dolor compartido de haber querido hacer política, no de flagelarse, es la piedra sobre la que Puigdemont y Junqueras, que se verán este miércoles en Waterloo tres años, y pico después, y todo el independentismo, pueden continuar el camino. Lo cual quiere decir volver a gestionar el dolor. La alternativa anestesiante de no hacer política es que nada cambie, cosa que -como se ha visto con la pandemia-, puede ser suicida. "La política paliativa -concluye Han- no tiene el valor de enfrentarse al dolor. De esta manera, todo es una mera continuación de lo mismo".