Los presos políticos catalanes volverán a pasar la Navidad y dirán adiós al peor año de nuestra vida, allí donde están, entre rejas. El motivo es una condena por sedición, un delito inexistente en el ordenamiento jurídico de los países más o menos normales, con que se pretende hacer purgar un gaseoso golpe a la Constitución española. Mientras tanto, el rey emérito Juan Carlos, contra quien pesan al menos 5 investigaciones abiertas por corrupción -tres en España, una en Suiza y otra en el Reino Unido-, que acaba de reconocer su condición de defraudador con una regularización fiscal tramposa, que huyó a Dubái con el total amparo del Gobierno, la Corona representada por su hijo, Felipe VI, y los aparatos del Estado... es posible que vuelva a Madrid con la famiglia para comerse los turrones. Vuelve, a casa vuelve, por Navidad... cómo decía la canción de aquel anuncio. Sí, quizás regresará a la Zarzuela por Navidad el gran Borbón, quien ya nos ha felicitado las fiestas, a los contribuyentes del Reino, con el tarjetón habitual. España, esta España gobernada por idiotas, que no (necesariamente) imbéciles -lo dice en su último libro el académico de la RAE y prohombre del grupo Prisa Juan Luis Cebrián- va, como nunca, a las dos velocidades habituales: la de los caraduras y listillos y la del resto de los mortales. Con pandemia o sin.

España va, como nunca, a las dos velocidades habituales: la de los caraduras y listillos y la del resto de mortales. Con pandemia o sin.

Sobre este paisaje inmoral de golpistas uniformados a cara descubierta que escriben al Rey y cuentan los fusilables por millones -así, a la brava, sin un mal juez Marchena que primero los condene- y de políticos alucinados que imputan los 45.000 muertos de la pandemia -que sepamos- al signo de los tiempos, sobre un horizonte de crisis económica, social y de confianza descomunal en todo y en todo el mundo, sobre este telón de fondo que cae a trozos, se escribe lo que aquí, ERC, ha bautizado como el mientras tanto o la espera de lo que, desde JxCat, el inhabilitado presidente Torra llamaba el momentum. Cuidado. Ni el mientras tanto puede ser eterno ni el momentum puede confundirse con la caza de pokémons. Aunque parezcan agua y aceite, las dos vías llevan a aquella ducha escocesa o eterno coitus interruptus del pujolismo que tanto tranquilizaba al establishment -aunque hacía ver lo contrario- y desesperaba a la buena gente cansada de hacer los deberes, y casi siempre primero con España -democracia, estabilidad, Europa, cohesión social... - detrás de la eterna promesa siempre aplazada de la Catalunya plena.

A falta de nada mejor, el confortable mientras tanto y la profecía del momentum pueden servir, ciertamente, para pasar la actual fase de navegación en medio de la niebla en que se encuentra el independentismo, incluidas las elecciones del 14 de febrero. De acuerdo, hay que hacer el camino, ni que sea a trancas y barrancas. Pero a la larga, tanto la una como la otra estrategia, Aragonès o Borràs, Borràs o Aragonès, pueden llevar al mismo sitio: no ya al cansancio, la resignación o la frustración, que también, sino directamente a la parálisis y la nada. El independentismo haría bien en ir con cuidado con el pactismo mágico -reproduzco la expresión del president Puigdemont en alusión a ERC- pero también tendría que aclarar qué quiere decir exactamente cuándo habla de confrontación inteligente -como invita a hacer al vicepresidente Junqueras, en respuesta a Junts- si no quiere morir de un empacho de supuestas verdades irrefutables, vías definitivas, líneas seguras y bases ampliables hasta el infinito. Ciertamente, las cosas se mueven más en las gamas de grises que en el blanco y el negro.

El independentismo no irá mucho más lejos mientras, paradójicamente, le pese más el luto por un Estado irreformable que la autoestima -que no la ufanía- por la capacidad de imaginar otro futuro

El largo y extenuante epílogo del procés ha puesto demasiado el acento en la derrota, las durísimas consecuencias personales personales y colectivas de la respuesta demofóbica y ultra-represiva del Estado, y ha olvidado que, durante unos meses, no sólo en octubre del 17, el independentismo empoderó como nunca a millones de personas con un sueño justo. Irrealizable en aquel momento, por falta de amplitud de la base y por un análisis paternalista, absolutamente ingenuo, alimentado durante muchos años, sobre la pretendida incapacidad del Estado español para aplastar Catalunya en un marco europeo. Pero también por un exceso de tacticismo y falsa determinación de aquellos que al igual que perseguían al Judas que quería traicionar al pueblo después del 1-O ahora exigen actos de fe y fidelidades graníticas con quién tiene la llave de la caja, de los presupuestos pandémicos, y de las prisiones, de la amnistía que nunca llegará, de los incómodos indultos y reformas legales siempre aplazables. El independentismo no irá demasiado lejos mientras, paradójicamente, le pese más el luto por un Estado irreformable que la autoestima -que no la ufanía- por la capacidad de imaginar otro futuro y defenderlo. En el 2021, el año en que volveremos a nacer, el independentismo tendrá que inventar un nuevo mundo. Lo mejor -y lo peor- de todo es que, como decía Sartre, estamos condenados a ser libres. Y, además, con motivo.