Me ha durado poco la alegría al leer que Felipe VI hablaba de "la imagen auténtica" de España. Las palabras del monarca iban dirigidas a la 70ª promoción de la Escuela Diplomática y el sentido con el que las decía nada tiene que ver con la literalidad del concepto. De hecho lo que ha pedido a la nueva hornada de diplomáticos y diplomáticas es que expliquen al mundo que España es un “país democrático, libre, moderno, solidario, tolerante y abierto al mundo”. Si esta tiene que ser la tarjeta de visita que tendrán que presentar estos profesionales, hay demasiados adjetivos en la definición. Cualquier publicista se lo dirá bien claro: eso sólo se lo puede permitir Coca-Cola, y, así y todo, la marca siempre lo resume a no más de dos palabras. Hay que definir bien la idea si no quieres que lo que piense el receptor es que pretendes esconder el producto real tras la hojarasca.
En el trabajo de los diplomáticos está defender los intereses de España, eso lo entiendo, pero no sabía que también les tocaba hacer de agentes de propaganda. No digo que no sea lógico; no entiendo de este oficio y dejo para otro día mirar cuáles son las asignaturas que aprenden. En todo caso eso no es de lo que quería hablar, sino de cómo se construye una imagen auténtica de España cuando lo que se quiere hacer es precisamente lo contrario en un mundo en el que no eres ni la única ni la más potente fuente de información.
No menosprecio al Estado, a ninguno, y tampoco al español; no me pasa por la cabeza. Ni menosprecio su poder propagandístico, tanto por recursos como por medios; y especialmente, por la capacidad de ejercer presión para intentar, si no dominar e imponer, el relato que les conviene y oficializarlo. Todo el mundo que ha querido ha visto a una serie de ministros de Exteriores del gobierno de España negar ante la opinión pública europea la violencia de los cuerpos de seguridad del estado el 1-0 y atribuirla a los y las ciudadanas de Catalunya que votaban o querían hacerlo. La última y más esperpéntica de todas las intervenciones, la del actual ministro Borrell afirmando que sólo eran dos los heridos y no un millar; cuando la constatación de los hechos ha tenido una difusión importante. Pero eso tiene un sentido, aparte de contraponer relatos: los políticos siempre hablan para el público que les vota y por eso se acostumbran, algunos más que otros, a conducir el relato como les interesa sin ni intentar que se parezca a la realidad.
Todo el mundo que ha querido ha visto a una serie de ministros de Exteriores del gobierno de España negar ante la opinión pública europea la violencia de los cuerpos de seguridad del estado el 1-0
Ahora bien, también tiene un problema, y es que cuando pasas a ser gobierno, en un momento u otro, tienes que rendir cuentas; y en todo caso, en lo que se refiere al extranjero no hay público que te vote y el rédito de la adscripción fiel lo pierdes. Por ello hay que vigilar, más que nunca, el discurso. Aunque sólo sea porque en un mundo en el que las fuentes de información sin ser libres lo son más que nunca, y viajan más rápido y más lejos también de lo que lo han hecho nunca antes, es importante que los principales telediarios del país no te pongan en entredicho. Te va en ello la credibilidad, y si eres representante de un estado, va en ello la credibilidad del país; y eso no se soluciona con que la diplomacia haga más trabajo o lo haga mejor.
Construir la reputación de un país ni de nada, y ahora menos todavía, no se puede hacer de manera postiza; porque eso es, básicamente, de corto recorrido. España está en el mundo hace demasiados días con demasiadas noticias negativas precisamente en relación a la tarjeta de visita que ahora se quiere presentar. Tendrán trabajo en decir que todo es mentira, pero seguro que se emplearán a fondo. De hecho, hasta lo han anunciado.