“Las leyes de amnistía solo se hacen en un cambio de régimen, no ante el intento de un golpe de Estado”. Así se ha expresado esta semana el juez Manuel García-Castellón, sin ningún tipo de matiz ni pudor institucional. No es una frase cualquiera: es, de hecho, el reconocimiento más cruel de aquello que muchos políticos aún se niegan a asumir: España está en un final de ciclo. El régimen del 78, que cumplió la función de desalojar una dictadura y poner en marcha una democracia limitada, ya no sirve para sostenerla, ni para hacerla crecer, ni para integrar en ella a las naciones sin Estado que conviven en su seno. La referencia de este juez impresentable a un golpe de Estado no merece mucha consideración, salvo para apuntar que, cuando hay “intentos de golpe de Estado” contra un régimen (el juez cree que el procés lo fue, yo creo que más bien lo fue la represión que de él se derivó), quizá es que ese régimen ya no aguanta. Que se resquebraja. Que tambalea clamorosamente. Para decirlo claramente: si el procés fue un “golpe de Estado”, el caso es que últimamente no ha habido ninguno igual en toda Europa. Curioso. 

Las alarmas no han saltado ahora: ya a finales de los noventa, con José María Aznar, comenzó la tentativa de reducir sistemáticamente el peso de las minorías nacionales en las instituciones y en el relato de la Transición: se había acabado la concesión, venía a decir el hombre del no-bigote. Fue entonces cuando el viejo pacto territorial empezó a mostrar sus grietas. El Estado, en lugar de abrirse, se atrincheró: recurrió a la imposición legal, al cinismo político y a las mayorías estatales como muros de contención. Después sí, un poco de entendimiento con la aprobación del Estatuto, pero con recorte en las Cortes y golpe del TC como final desgraciado. Al cabo de unos años, el procés catalán no hizo sino poner en evidencia total esta fatiga del marco constitucional. La España del 78 ya no tenía suficiente oxígeno para respirar la diversidad, la democracia y la convivencia voluntaria que decía querer contener. Como dijo Rubalcaba, “El Estado pagará el coste de sacar de en medio a Puigdemont”, y el coste fue su propio equilibrio democrático. Un equilibrio, dicho sea de paso, que ya era bastante precario.

Catalunya o bien puede reactivar su ambición política para construir un régimen nuevo, más digno y prometedor, o bien puede instalarse en el actual estatus de segunda división o de tercera regional

La ley de amnistía (votada, frenada, renegociada y, finalmente, aprobada) no ha sido en este sentido una concesión generosa, sino una urgencia estructural del sistema. Para una parte de España ha sido un ibuprofeno, un antídoto temporal de supervivencia colectiva, una pausa necesaria para ver cómo el Estado sale de su propio lío, de sus propios excesos: detener el procés (y pagar el precio) es una cosa, encontrar una solución al drama español es otra muy distinta. Y también tiene otro precio. Como admite García-Castellón, solo se aprueban leyes de esta naturaleza cuando un régimen ya no puede continuar siendo lo que es. Y lo que está en juego hoy no es simplemente el estatus penal de unos políticos ni la administración de un conflicto territorial; lo que se está dilucidando, a efectos españoles y como apuntan las encuestas, es si el régimen del 78 puede transformarse en una democracia moderna o si está condenado a disolverse en un autoritarismo renovado

La amnistía ha dado tiempo al PSOE para ver si existe una salida (en términos de Iván Redondo) “plurinacional” al asunto, mediante una mayoría bautizada con el mismo nombre. Pero el tiempo se ha acabado. Hoy, la ruptura de Junts con el PSOE indica la parálisis de esa opción. Junts ha decidido que no podía continuar como si nada en una legislatura que había convertido el primer plano en el único horizonte. Pero dejando de lado la opción particular o coyuntural de Junts, al romperse ese diálogo se ha dejado la cuenta atrás del régimen del 78 en punto muerto. España es hoy un verdadero cliffhanger: o bien la legislatura desemboca en una reacción autoritaria, con Vox o el PP intentando rearmar la “unidad nacional” por la vía dura; o bien se aprovecha esta congelación del tiempo para articular un nuevo pacto constituyente, que necesariamente habría de ser plurinacional. ¿He dicho habría? Quería decir había. Porque, como decía, este cuento se ha acabado. 

Esta pantalla congelada, sin embargo, no solo afecta a España: Catalunya también se encuentra ante una encrucijada nacional, y casi moral. Ahora mismo, la pregunta no es tanto si el Estado cumplirá o no sus promesas (sabemos perfectamente qué ha ocurrido cada vez que Catalunya ha confiado en esa vía). La pregunta fundamental es hacia dónde se inclinará Catalunya ante el nuevo marco. Habrá que elegir entre diversas actitudes colectivas: la resignación (es decir, aceptar un encaje incómodo y siempre precarizado dentro de una España que no cambia); la apatía (que supone renunciar a la ambición nacional y limitarse a gestionar la autonomía como si fuera un destino inevitable); la intolerancia reactiva (un refugio en el castigo mutuo que solo beneficia a quienes quieren fracturar socialmente el país, o llevarlo a la depresión crónica); o bien la reafirmación democrática, la valiente construcción de un horizonte propio que vuelva a colocar la voluntad popular en el centro.

El cambio de régimen ya está en marcha, pero Catalunya debe decidir el suyo. O bien puede reactivar su ambición política para construir un régimen nuevo, más digno y prometedor, o bien puede instalarse en el actual estatus de segunda división o de tercera regional, esperando de nuevo un resultado que siempre depende de los demás. La bomba ya ha estallado dentro del barco: ahora (como siempre) se trata de ver si aprovechamos la ruptura del régimen para hundirnos con él, o para saltar fuera.