Mientras en España triunfa la percepción de que el independentismo chantajea a Pedro Sánchez (condicionando el gobierno español a los caprichos de los “golpistas”, según Díaz Ayuso), en Catalunya más bien se tiene la impresión contraria: es el PSOE quien chantajea al independentismo, advirtiendo que “la alternativa es PP y Vox”. Este relato ha terminado por aceptarse con resignación en una parte del independentismo: hay que negociar con el PSOE porque, si no, viene el fascismo. Pero esa premisa, que podría parecer pragmática y responsable, es una forma de diluir el conflicto político en nombre del mal menor y una manera de desplazar la responsabilidad. Así, el partido que gobierna España con el apoyo de los independentistas consigue presentarse como víctima de un asedio, cuando en realidad es quien impone los límites de lo posible. Todo lo que se sale del marco autonómico se considera radical, inasumible, peligroso. Y a cambio de no dar ningún paso estructural hacia la resolución del conflicto, el PSOE ofrece una sola cosa: ser menos malo que la otra opción. La trampa, en este caso, es evidente. Pero ¿y si la trampa no estuviera sobre el independentismo, sino sobre la propia España?
Imaginemos España como un bloque, donde PSOE y PP van en el mismo saco. De hecho, a la hora de la verdad, siempre han acabado entendiéndose cuando se trata de salvar las estructuras estatales básicas y la “unidad territorial”. Por tanto, si esto es así, lo que estaría en discusión no son las opciones del independentismo, sino las opciones de España. El Estado viviría entonces atrapado en su propia trampa, atrapado entre Vox y Puigdemont, entre “golpismo” y “golpismo”, entre los antisistemas fachas y los antisistemas rojos y separatistas, entre el autoritarismo y la ruptura. En efecto, ¿quién tiene que escoger aquí? ¿Quién se encuentra ante un dilema? Quizás el verdadero chantaje, o autochantaje, es la encrucijada española entre atrincherarse o evolucionar. Entre hacer una regresión al franquismo o ceder a las demandas de unos independentistas que, en estos momentos, parecen dispuestos a limitarse a negociar una “menor dependencia”. ¿Lo aprovecharán?
La paradoja de España es que su modernización política pasa, inevitablemente, por abrir espacios de entendimiento con el soberanismo. Y a poder ser, no desde una lógica de concesión o de necesidad de votos, sino desde el reconocimiento mutuo. Porque el conflicto no se arrastra porque unos quieran irse, sino porque el Estado no ha sabido ofrecer ningún motivo real para quedarse. Y cada vez que el PSOE apela al “ojo, que vuelven PP y Vox” para frenar las demandas catalanas, no hace otra cosa que perpetuar ese bloqueo.
Quizás el verdadero chantaje, o autochantaje, es la encrucijada española entre atrincherarse o evolucionar
El resultado es que Catalunya está llamada a ser la muleta permanente de un Estado que no cambia. Se le exigen gestos de responsabilidad histórica, mientras se le niega el derecho a decidir. Se le pide paciencia, prudencia, realismo… pero sin ningún horizonte claro. Y así, el PSOE (y con él, buena parte del sistema español) mantiene vivo un relato peligroso: el que dice que cualquier paso hacia la soberanía es una amenaza, y que el único camino posible es la sumisión matizada. Mientras tanto, creen que el independentismo se ve forzado a negociar por miedo a una alternativa peor. Podría ser, en efecto: podría ser que el independentismo haya aceptado definitivamente (y trágicamente) el marco del adversario. Pero también podría ser que quien haya aceptado el marco del independentismo, o de la “gran cuestión territorial a resolver”, sea de nuevo España.
Aquí ya todo el mundo ve a leguas que el dilema no es entre la España del PSOE y la España de Vox: de hecho, el PSOE podría caer tarde o temprano por sus propios errores o por su propio desgaste, incluso si el independentismo lo sigue apoyando hasta el final. Por lo tanto, como ya ocurrió con el Estatut, el verdadero dilema es si España quiere hablar con Catalunya o no. Gobiernen los socialistas o gobiernen los populares. Inclinarse hacia la derecha fascista y cerrar todo diálogo con las reivindicaciones catalanas lleva hacia un camino. Hacer cesiones, eliminar dependencias, transferir poder y asumir las realidades nacionales lleva hacia otro. No, no es el independentismo quien hoy está sometido a un dilema, ni quien se debate entre el fuego y las brasas. Huelga decir que de cómo se resuelva este dilema dependerá el próximo capítulo del conflicto. España puede afrontarlo con ganas de modernizarse o encerrándose en la cueva. Veremos qué opción gana en cada uno de los debates. Empecemos, si les parece, hablando de financiación.