Recientemente, leí un artículo de la periodista Esther Ballesteros, publicado en elDiario.es, donde hablaba de las posibles indemnizaciones que debería afrontar el Estado a raíz del desenlace del denominado caso Cursach, por el que, finalmente, fue absuelto el empresario balear Bartolomé Cursach después de un periplo judicial de años en los que no solo se vio en prisión, sino sometido a todo tipo de juicios paralelos y privaciones, producto de lo que no era más que una actuación delictiva en su contra.

La cuestión de las indemnizaciones no es lo que me interesa, porque no hay dinero en el mundo que pueda compensar lo que sufrieron tanto Cursach como el resto de acusados en ese procedimiento; lo auténticamente relevante es la trama urdida para arruinarle la vida y terminar con él en prisión.

Fue una trama de corrupción judicial, fiscal y policial por la que personas desconocedoras de las líneas rojas que separan los estados democráticos y de derecho de los que no lo son, se concertaron para construir una acusación con el fin de sacarlos de circulación.

Según dice Esther Ballesteros, ahora viene otra etapa investigativa —esperemos que no se quede solo en eso— “para averiguar si el exjuez Manuel Penalva y el exfiscal Miguel Ángel Subirán, encargados durante cerca de tres años de instruir el caso Cursach, incurrieron en presuntos delitos de prevaricación, detención ilegal y coacciones a testigos cuando intentaron levantar las alfombras de una presunta trama dirigida a salvaguardar los intereses del considerado rey de la noche mallorquina”.

En realidad, todo fue una trama de corrupción judicial, fiscal y policial por la que personas sin escrúpulos, desconocedoras de las líneas rojas que separan los estados democráticos y de derecho de los que no lo son, se concertaron para construir una acusación en contra de Cursach y otros con el fin de sacarlos de circulación, porque habían alcanzado el convencimiento de su culpabilidad pero no tenían forma de demostrarlo… o, como ocurre en la represión en contra del independentismo, sacar de circulación a la gente incómoda.

El problema no es tanto que este tipo de prácticas se den, sino lo difícil que resulta demostrarlas.

Pero la noticia no se queda ahí, también dice que la investigación abierta es para esclarecer “las supuestas prácticas delictivas que han brotado en los últimos meses durante el juicio del caso Cursach: las que habrían desplegado Penalva, Subirán y una inspectora de blanqueo de la Policía Nacional mientras investigaban al magnate del ocio nocturno con el objetivo, supuestamente, de apuntalar sus tesis incriminatorias y allanar futuras condenas”.

Llegados a este punto, deberíamos preguntarnos: ¿cuántas veces se han dado este tipo de situaciones, de tramas corruptas mediante las cuales se pretende “apuntalar tesis acusatorias y allanar futuras condenas”? Estoy seguro de que no es una práctica habitual, pero también sé que no es un hecho aislado.

Resulta muy difícil que los pares, jueces y fiscales acepten que tales prácticas se dan en determinados casos, que las mismas hayan excedido de lo lícito y lo ético y que se acepte que en ellas han participado jueces, fiscales y agentes de policía.

Comprar testimonios, a distinto precio, es algo que algunos hacen con más asiduidad de lo que cualquier sistema democrático y de derecho se puede permitir para seguir llamándose así. El problema no es tanto que este tipo de prácticas se den, sino lo difícil que resulta demostrarlas, y eso se da por diversos factores.

El primero es la dificultad de conseguir pruebas de tales actuaciones. No es sencillo encontrar formas claras de demostrar que estamos ante actuaciones de este tipo y que los testimonios han sido manipulados o directamente comprados, no necesariamente con dinero, porque para una persona que está en prisión o que arriesga muchos años de cárcel, la libertad suele ser un precio más que adecuado para prestarse a formar parte de una cadena de corrupción en la que cada eslabón es necesario.

El segundo consiste en franquear el corporativismo generador de una indebida impunidad. En realidad, resulta muy difícil que los pares, jueces y fiscales acepten que tales prácticas se dan en determinados casos, que las mismas hayan excedido de lo lícito y lo ético y, peor aún, que se acepte que en tales contubernios han participado jueces, fiscales y agentes de policía.

No solo se compran testimonios y se manipulan, sino que sobre ellos se construye una realidad paralela mediante la cual se lleva a juicio a personas que no han hecho nada ilegal.

El tercero es el propio de cualquier concierto criminal que hace que todos los eslabones de esa delictiva cadena se mantengan unidos a través del silencio cómplice, ya que sin el testimonio de los partícipes en el delito difícilmente se podrán encontrar líneas de investigación que lleven a un resultado probatorio mínimamente útil para desmontar un andamiaje de estas características.

El cuarto factor a tener en cuenta no es solo que se compren testimonios y se manipulen, sino que sobre ellos se construya una realidad paralela mediante la cual se lleva a juicio, gratuitamente, a personas que no han hecho nada ilegal y, sumado a esto, que se instalen potentes relatos periodísticos que forman parte de ese proceso de destrucción del enemigo, y todo ello, a partir de decisiones y objetivos que distan mucho de ser los propios de la justicia y la búsqueda de la verdad.

No siempre sucede como en el caso de Cursach, pero puede pasar que en otros procedimientos algún eslabón débil de la cadena delictiva —porque son tramas auténticamente delictivas— acabe rompiéndose y, como la vida da muchas vueltas y algunas veces las casualidades, los reflejos, el saber aprovechar las oportunidades o todas estas circunstancias juntas ayuda a que esas vueltas se aceleren, resulte que una acusación sustentada en unas actuaciones ilegales termine quedando en evidencia producto de un inoportuno desliz o, seguramente, de un secreto traicionado vaya uno a saber por qué motivo.

Estas cadenas son tan sólidas como lo es cada uno de sus eslabones, y, si alguno se rompe, la integridad de la cadena queda irremediablemente comprometida.

La forma en que se compran testimonios para “apuntalar” tesis incriminatorias y “allanar futuras condenas” no es nuevo ni es excesivamente costoso, a no ser que tengamos por muy valiosos los principios básicos que deben regir en todo estado democrático y de derecho. En la mayor parte de las ocasiones, comprar testimonios no implica desembolso alguno de dinero, basta con ofrecer lo adecuado, que, como ya he dicho, en el caso de un preso lo representa el recuperar su libertad, y en el de un acusado, el no volver a pisar la cárcel gracias una rebaja sustancial de pena.

La dinámica comisiva de este tipo de actuaciones es siempre la misma, y en ella participan, también, los mismos, es decir, aquellos que tienen acceso directo al “vendedor de testimonios” y cuentan con su confianza, quienes necesitan “apuntalar sus tesis acusatorias” y quienes quieren “allanar futuras condenas”; estas cadenas son tan sólidas como lo es cada uno de sus eslabones, y, si alguno se rompe, por las razones que sea, entonces la integridad de la cadena queda irremediablemente comprometida.

Veremos si del caso Cursach —persona a la que ni tan siquiera conozco— se aprenden lecciones, pero estoy seguro de que este no será el único proceso penal en el que comprobaremos cómo la compra de testimonios ha sido la única forma de construir una acusación allí donde ni tan solo ha existido delito. No deja de resultar interesante, en todo caso, que quien haya querido “apuntalar” su tesis acusatoria sea una responsable de la brigada de blanqueo de capitales, y ello por algo muy sencillo: se trata de un tipo penal tan amplio que en él cabe casi cualquier conducta.

Contra un culpable, basta con acopiar las pruebas, pero contra un inocente son muchas las ilegalidades que se han de cometer para “apuntalar las tesis acusatorias” y “allanar futuras condenas”.

Cuando los eslabones de las cadenas criminales —porque eso es lo que son— generan casos como el de Cursach, se rompen, y entonces todo son lamentos, sorpresas y quejas, y también maniobras de todo tipo para tratar de aminorar el impacto que genera en cualquier sistema de justicia el descubrir que dentro del mismo hay manzanas podridas que, hasta ese momento, gozan de la mejor de las reputaciones, pero es ahí cuando se comprueba la fortaleza de un sistema, y ello dependerá, en gran medida, de la respuesta que se dé a tales descubrimientos.

En cualquier caso, es importante tener presente que contra un culpable no es necesario comprar testimonios ni generar realidades paralelas, basta con acopiar las pruebas, pero contra un inocente son muchas las ilegalidades que se han de cometer para “apuntalar las tesis acusatorias” y “allanar futuras condenas”. En ese proceso, y porque la cadena no es dueña de todos los eslabones, algunos, por intrascendentes que inicialmente puedan parecer, terminan rompiéndose, y lo hacen traicionando, incluso, el secreto profesional, lo que no desmerece sus dichos, sino que simplemente les expone aún más.