No conozco a Marta Gambín. Solo sé que escribe en Revers, el suplemento cultural de este diario. Días atrás nos ofreció un artículo, para mí muy divertido, sobre la fatiga que le provocan “los culturetas elitistas”. Esta mujer no sabe hasta qué punto comparto su pereza ante el exhibicionismo erudito de según quién. Sea verdad o no lo que explica de ella misma, porque a menudo hay que recurrir a la ficción para mostrar una paradoja, Gambín ponía encima de la mesa un dilema eterno, que cada generación debate con furia desbocada: la separación entre la cultura que ella denomina de élite y la cultura, digamos, popular. Puesto que Gambín transcribe una cita de Proust al final de su artículo, y de ese modo nos revela la impostura literaria que le ha servido para escribir un buen artículo, me permito empezar el mío con una nota bibliográfica. Lo aclaro para que no se me acuse de nada antes de acabar de leer lo que quiero explicar en esta columna. Volvemos al tema.

En 1967, un historiador hoy desconocido, Àngel Carmona i Ristol, dio a la imprenta un libro excelente. Animado por el maestro Josep Termes, a quien debemos tantas cosas que no acabaríamos nunca si las enumerásemos todas, Carmona publicó Dues Catalunyes. Jocfloralescos i xarons. En 2011, el editor Lleonard Muntaner lo reeditó en una edición al cuidado de Blanca Lum Vidal. Otro día me extenderé sobre la figura de Àngel Carmona y los llamados historiadores de domingo, como el gran Josep Soler i Vidal, un comunista y patriota gavanense poco reivindicado. Ahora me desviaría del objeto de este artículo. Así pues, en su trabajo, Carmona mostraba como nacían y qué eran, social y humanamente, los hombres —porque, mujeres, pocas había— de la Renaixença y del primer catalanismo moderno. Lo hacía citando a poetas, escritores y políticos de todo tipo, pero él escribía para el gran público, sin pedantería erudita. Es un libro de lectura fácil, un clásico, y como todos los clásicos, sigue enterrado hasta que alguien lo vuelva a poner en circulación. Las dos Catalunyes, la enfistolada y la chabacana, la coent, como dicen en València, siguen vivas, pero con cambios sustanciales.

La Renaixença, dominada por los jocfloralescos, desprendía aquella fragancia romántica que impregnaba todos los nacionalismos de aquel momento, el siglo XIX. La mayoría de los escritores y estudiosos que la impulsaron habían estudiado, sin embargo, en universidades castellanizadas al cien por cien y políticamente eran más bien conservadores. El retorno al catalán de aquellos esforzados literatos, amantes de los almogávares y del esplendor medieval catalán, fue un acto de voluntad. Los chabacanos, en cambio, eran gente, según la definición ortodoxa, “de mal gusto, falta de arte, de gracia, de distinción”, pero eran, también, catalanes de pura cepa, sin necesidad de reivindicarlo, que jamás abandonaron la lengua. En realidad, la lengua y cultura catalanas les deben más a los chabacanos que a los jocfloralescos. Una Renaixença sin público habría acabado como el félibrige occitano, a pesar del Nobel otorgado a Frederic Mistral el 1904 (que compartió con el dramaturgo español José Echegaray). Ningún escritor catalán ha sido coronado con el premio Nobel, pero la lengua y la cultura catalanas siguen vivas, a pesar de los constipados y los ataques descarados del españolismo más ignorante. Josep Maria Fulquet, autor de la versión del primer episodio de Dallas, aquella serie mítica que TV3 emitió el 11 de septiembre de su inauguración, ha explicado qué les recomendaba el profesor Joaquim Molas. El eminente sabio, que lo era tanto como su supuesto oponente, Joan Triadú, les solía decir que Catalunya no sería un país normal hasta que la señora Carmen no pudiera leer la revista ¡Hola! en catalán. Puesto que la vida evoluciona, y las generaciones optan por modelos diferentes, incluso por modelos lingüísticos artificiales, supongo que la famosa frase “Sue Ellen, eres un pendón”, ahora se habría transformado en un simple y grosero “Sue Ellen, eres una puta”.

Si la cultura popular es en castellano y la alta cultura en catalán, el destino está escrito, porque los ricos de verdad viven, consumen y ríen en castellano

Lo que me preocupa de lo que cuenta Gambín en su artículo no es que esté “hasta el coño” de los culturetas, de los que hablan por boca de las citas que extraen de internet, sino que lo que ella reivindica como cultura popular sea, esencialmente, en castellano. Solo los seriales de TV3, con los que dice haberse criado y que son en catalán, tendrían el carácter popular que otorga a sus referentes no-cultos. ¡Qué gran cambio del siglo XIX a hoy en día! Estaba convencido —o quizás era solo un deseo— que llegaría el día en que se podría ser culto y popular a la vez. Leer Bells perdedors, una novela más bien oscura de Leonard Cohen que mandé traducir cuando trabajaba de editor, y reír con las tres locas de Teresina S.A. o enamorarse con aquel Boig per tu que cantaba el malogrado Carles Sabater con voz melosa. El elitismo no es el lastre de la cultura, como asegura contundente Gambín. Lo que da miedo es la desaparición del catalán en los videojuegos, las salas de conciertos o entre los influencers. Capri era un humorista bestial, tanto o mejor que Pepe Rubianes (a pesar de que no son de la misma época), y, en cambio, la izquierda caviar se burlaba de él por su catalanidad. No sé si me explico.

Seguro que sobran egos en la cultura catalana, pero los únicos cuchillos que necesita son los que tendríamos que afilar para cortar el bacalao. Cuando Carmona escribía que la Catalunya contemporánea era una síntesis de jocfloralescos y chabacanos lo argumentaba con mucha lógica: si el impulso floralesco dio lugar a la creación de academias y bibliotecas serias, a una lengua normalizada y viva; el teatro popular, el ateneo obrero o la sociedad coral fueron el dique que paró el embate de la castellanización. Incluso acogieron a una inmigración “murciana” que de este modo adquirió el catalán como lengua propia. La lengua recobrada de ahora no puede entenderse sin Verdaguer ni Fabra, pero tampoco sin Serafí Pitarra. Si la cultura popular es en castellano y la alta cultura en catalán, el destino está escrito, porque los ricos de verdad, los que mandan en la Caixa, en el Círculo Ecuestre y en las grandes editoriales, viven, consumen y ríen en castellano. En una época de rectificaciones, tienen el terreno adobado para vencer.

Dejémonos de tantas hostias. Quien se crea mejor porque le gustan las películas de Godard en vez de Pretty Woman, la romántica y taquillera película de los años noventa, le recomiendo la lectura de un libro que habría querido leer en catalán, escrito por un ensayista catalán: ¡Me cago en Godard! (Arpa Editores). Por cierto, escuchen la versión del tema principal de la película, compuesto por Roy Orbison, que interpreta acompañado por Bruce Springsteen, James Burton (su dúo de guitarras es eléctrico), Elvis Costello, Glen D. Hardin, Tom Waits, kd lang, Jackson Browne, Bonnie Raitt, JD Souther, T Bone Burnett, Steven Soles y Jennifer Warnes como conclusión del Black & White Night Concert. No se sienta culpable porque le gusten las películas de masas o las series policíacas de Netflix, enlucidas con el mismo nacionalismo banal de los clásicos de Hollywood que se pueden ver en Filmin, la plataforma audiovisual de los culturetas, según Gambín. Hay que reconocer que Filmin cuida el catalán mejor que cualquier otra plataforma. Lo que me incordia de verdad es que la dirección de TV3, nombrada por un gobierno independentista, se haya cargado el Club Super3 —dicen que están en período de reformas— y que dé la espalda a la cultura catalana.