No sé en qué momento alguien creyó que podría ser interesante lo que yo tenía que decir. La opinión de una menda que se ha criado viendo las telenovelas de sobremesa de TV3, que ha llorado como una poseída con Alejandro Sanz y que jamás ha abierto un libro de Josep Pla o Günter Grass. A Mercè Rodoreda sí la leí, pero solo porque me obligaron en el cole, la verdad, igual que a Carmen Laforet o a Caterina Albert; me parecieron un auténtico pelmazo. No he sido yo tampoco mucho de Chopin, de Nina Simone ni de Leonard Cohen. A mi dame Estopa y Vivir así es morir de amor para ahogar las penas en cubatas, Love of Lesbian en festivales de verano, ese feel the extasis empapado en sudor que religiosamente se reza en el Flying free. Esa es mi calle, mi escuela, lo que he mamado de los desgraciados de mi pandilla. No sé por qué alguien ha creído que tengo algo interesante que decir.

Abramos el melón: en la cultura faltan navajazos y sobran egos. Sobre todo, los de aquellos que se creen superiores por conocer nombres inpronunciables del siglo XVIII y que sacan a pasear su complejo de Descartes hasta cuando se habla de macarrones. Son los que te adulan si te ruborizas con Machado y te miran con recelo, por encima del hombro, si confiesas – miedosa, cagueta – que eres más de Titanic que de El Padrino. Peor aún: son los mismos que creen de verdad que no puedes leer Crimen y Castigo y escuchar a Justin Bieber. No casa bien, no es posible. Es una hartura tener que justificar el consumo privado para que no le hagan a una sentirse tonta: para que valoren tu criterio y jubilen los ojos en blanco. Qué pesadez y qué mal rato perdido. Como si les importara. Como si les resonara, en realidad, algo más allá de sus ideas.

Es fácil reconocer a estos especímenes de culturetas. Nadie entiende sus bromas, hablan de Jaime Gil de Biedma como del vecino del cuarto y siempre, siempre, arquean las cejas tras tus explicaciones. Si has visto Madres Paralelas, Todo sobre mi madre es mejor, aunque el cine de Almodóvar está sobrevalorado. Detestan a Rigoberta Bandini. Si hablas de las novedades de Netflix, que por qué no tienes Filmin y ay, “qué buena era la colección de Grandes Clásicos de la Historia del Cine de El Periódico – sabes, ¿no?”. Si te enganchas a un best seller, no tienes ni idea de literatura. Si te encanta Gabriel García Márquez, y por qué no lees a Jorge Luis Borges. Pura condescendència. Esa necesidad de vomitar todo lo que uno sabe para reafirmar su presencia en el mundo, como si por saber estas cosas uno fuera mejor, de más buen valer. Dejémonos de ostias: claro que se creen que son mejores por saber estas cosas.

Esa necesidad de vomitar lo que uno sabe para reafirmar su presencia en el mundo

Pero es que en un mundo alejado ya del Antiguo Régimen tampoco se sabe con exactitud quién elige lo que tiene peso cultural. ¿Son los que viven del artisteo, son los lectores, los oyentes, son los poderes fácticos? ¿Por qué Aretha Franklin es un icono musical del siglo XX en las altas esferas y Rocío Jurado se ha tenido que conformar con ser solo consumible para las adictas de Aquí hay tomate? ¿Por qué C. Tangana sí pero J. Balvin no? ¿Por qué Pepe Rubianes es la polla pero Charlie Pee es un coñazo? Como dicta la historia, son los gurús nacionales que ocupan cuotas de pantalla y columnas semanales los que filtran lo que está bien visto, lo que tienes que comprar para entrar en el club. Aunque esa opinión pública clasista también se mercantiliza y se adapta para mantener su silla. ¿Rosalía tiene buena cabida porque es una mujer empoderada y una artista con una formación impecable o porque algún opinador de turno se sumó al carro de lo que vende?

La cultura es un ente indisociable del ser humano y no puede ser excluyente, jamás, en ninguna dirección. La tocamos. Está en todo. En cómo hablamos, en lo que vemos, en lo que escuchamos, en lo que consumimos activa o pasivamente. Lo que nos pasa es cultura, lo que no vivimos también. Estamos hechos de pedacitos de nuestro día a día, de las conversaciones que tenemos y las decisiones que tomamos las vertebran los referentes subconscientes que nos empujan hacia una dirección. Una canción comercial en la radio mirando a la nada. Una cita entrecomillada que nos convence para hacer esa llamada. No hay nada más universal que eso. Cualquier cosa que nos cale es cultura y no toda debe tener la misión de hacernos despertar conciencias. Reivindiquemos el arte de ser simplista. El poder mirar una puñetera serie sin la presión de tener que argumentar por qué nos ha gustado. Porque lo elitista también le busca las cinco patas al gato hasta a lo banal. ¿Y dónde queda lo puramente emocional? ¿Qué espacio ocupan los pelos de punta sin motivo alguno?

El elitismo es el lastre de la cultura. Es el típico abusón excluyente al que nadie quiere encararse porque tiene más ímpetu, más vehemencia, más mala leche. Lo es porque los buenos cultos sacan pecho por ser el altavoz cultural más digno y válido mientras reniegan, rudos y vanidosos, de la pluralidad artística; lo otro es gamberro y claro, uno debe mantenerse lejos de la ordinariez. ¿Hace falta encasillarse? Qué pereza las anclas y las mazmorras. Decía Marcel Proust en su Elogio de la mala música que “detestad la música, pero no la despreciéis. Se toca y se canta con más pasión que la buena porque se ha ido llenando poco a poco con los sueños y las lágrimas de los hombres”. Yo digo: que sigan bailando el vals enfundados en sus corsés imaginarios mientras la plebe perreamos hasta abajo (y no nos sentimos mal por hacerlo).