En cualquier argumentación hay un momento en que la apelación al factor humano debería ser no solo necesaria, sino fatalmente imprescindible, y cuando hablo de factor humano, me refiero a apelar a su condición de verdad. Pero lo cierto es que en buena parte de nuestros juicios y afirmaciones asoma la incongruencia, cuando no la hipocresía, y sin duda un uso oportunistamente partidista de los hechos condenables no ayuda, sino que más bien envilece.
Quienes protagonizaron guerras inhumanas como las que hacen del siglo veinte el más sangriento de nuestra era no resultan muy creíbles en sus manifestaciones de dolor por lo que está pasando en Oriente Medio (han asistido impasibles a tantas menos lejanas que esa). Y del mismo modo, los que no hemos vivido ese horror tenemos la tentación de llamar genocidio a cualquier guerra más o menos injusta o a los efectos colaterales de ese invento humano desastroso. Mientras de boquilla y sin arriesgar gran cosa algunos analistas de pega jalean a los jubilados, funcionarios, estudiantes, sindicalistas y personal de partidos (los actores de siempre) que salen en manifestación mezclados con ingenuos de buena fe, o se lanzan al mar en flotilla aventurera, en nuestro país siguen pasando cosas. Ya hemos dado carpetazo a los exprimidos temas de danas e incendios, en los que la indignación solo servía para atizar al gobernante de turno.
De vez en cuando en las redes sociales que visito se me aparece Jordi Sabaté, recordando que la cobertura asistencial de los enfermos de ELA sigue sin llegar, y que estos, si no tienen recursos, mueren asfixiados o asfixian a sus familiares, lo que los mueve a tomar esa decisión que los que legislaron la eutanasia dicen libre, cuando no es más que una obligación que les impone la miseria. Por los efectos de nuestra incongruencia murió también Adam, el muchacho adolescente que recibió de su amigo ChatGPT instrucciones eficientes para acabar con su vida, observada por la máquina la tendencia al suicidio del muchacho que nadie consiguió parar. En el uso de la inteligencia artificial quienes formamos parte de la generación boomer albergamos la esperanza de que nunca deje de ser así, imperfecta, pero para que por ello siempre sea necesario el concurso de un factor humano vigilante y atento a los riesgos. Cada generación tiene, no el derecho, pero sí la legitimidad de cometer sus propios errores. Sam Altman ha reconocido los inconvenientes de su juguete y manifestado su tristeza ante el "efecto colateral" del error, pero ¿cuántos estarían dispuestos a renunciar a la inteligencia artificial por evitar ese tipo de fallos? Como podríamos preguntarnos por cuántos se enfadarán por dejar a España fuera del Festival de Eurovisión. Quizá no tantos como los que reclamarían que no fuéramos apartados de las competiciones futbolísticas internacionales por el hecho de concurrir con ese pérfido Israel.
Debemos preguntarnos cuántos estarían dispuestos a condenar esa guerra de la que ya no cabe seguir charlando sin hacer el ridículo si supieran de los graves efectos que pueda tener la decisión sobre su economía
Debemos preguntarnos cuántos estarían dispuestos a condenar esa guerra de la que ya no cabe seguir charlando sin hacer el ridículo (esa y curiosamente ninguna más) si supieran de los graves efectos que pueda tener la decisión sobre su economía, sobre el futuro de sus hijos, sobre el statu quo que creen asegurado y que depende de los hilos sensibles y complejos de la globalización. Adam ha muerto porque no renunciaremos a nada. La Unión Europea ha decidido competir con una mano atada a la espalda frente a gigantes tecnológicos como Estados Unidos y China, que no aparentan tener ningún tipo de escrúpulos en el uso de la inteligencia artificial para posicionarse frente al resto, así que la normativa europea no ha podido evitar la muerte de Adam. Como tener un Estado democrático no ha podido evitar que Kirk haya muerto por hablar a contracorriente, y que haya quien es capaz de justificarlo. Es lo que tiene objetivar las muertes o contar los muertos. Y así se pasa a señalar los negocios de judíos en nuestro país por personas que sin duda no recuerdan la Noche de los cristales rotos, y hay quienes siguen aplaudiendo lo que llaman "jarabe democrático" para darlo a aquel que disiente, aunque luego no se acepte su retorno.
Porque el retorno es cada vez más grave, porque el insulto es cada vez más alto, porque la apelación nominal, el exabrupto ad personam se ha convertido en norma. Y en ese caldo de cultivo afirmar que uno se duele por las muertes lejanas casi da risa, si no fuera por el llanto que toda muerte, toda violencia física, toda agresión verbal debería provocarnos siempre, y no solo cuando el actor es un país al que (de nuevo) odiamos y que identificamos de manera simplista e injusta con su gobierno. Y obsérvese que en ningún momento he mencionado Hamás.