Este verano disfruté de la comida más especial de mi vida, quizás solo comparable a la primera vez que estuve en el Hisop de Oriol Hivern. Esta vez, sin embargo, la experiencia gastronómica no fue en Barcelona. Tampoco en Catalunya, de hecho. Para ser exactos, más bien os tendría que decir que no fue ni en el primer mundo, sino en un restaurante que parecía de los años setenta, seguía un modelo de negocio de los años veinte –pero de los años veinte del siglo veinte- y, por si no fuera suficiente, tenía unos proveedores dignos de la edad media. Si me lo permitís y sin voluntad de fer-vos dentetes, pues, me dispongo a explicaros las mejores tres horas que he vivido nunca sentado en una mesa.

Una taberna en el escondite de Tito

Permitidme empezar por el principio. Esta historia tiene lugar en Croacia, un país que hace apenas treinta años vivía todavía con los parámetros de un sistema económico socialista y que no hace ni ocho meses que adoptó el euro como moneda. Más allá de las ciudades idílicas de la vieja Dalmacia como Split, Dubrovnik, Trogir o Zadar, enfermas todas ellas de una profunda carcasonización que impide caminar dos pasos sin tropezarse con una heladería, una crepería, una tienda de souvenirs o un museo de Juego de tronos, está la Croacia mediterránea y no turística que vive todavía un peldaño por debajo de la globalización, con zonas paradisiacas que solo parecen conocer los croatas y que han visto como el huracán del turismo internacional, con la grapa puesta ahora en Montenegro y Albania, les pasaba de largo, Es el caso de la isla donde fui de vacaciones este verano y de la que juré no decir el nombre al fantasma de Josip Broz, alias Tito. Des de ese día vivo amenazado en caso de incumplir mi promesa.

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La terraza del idílico restaurante, decorada únicamente con una parra.

En esta isla con dos únicos pueblos, escasos doce kilómetros de carretera y solo un hotel con licencia de hotel, yau una cala de difícil acceso donde esconde un restaurante que únicamente es restaurante para Google, ya que según su dueño aquello es sencillamente casa suya. Encontrarlo es como descubrir un secreto, principalmente porque no hay ningún letrero que indique que allí se sirven comidas, ni tampoco ninguna pizarra con el menú. ¿"Sorry, it's a restaurant?", le preguntó mi señora al propietario después de caminar diez minutos por un camino de cabras, aparecer en una cala de aguas cristalinas y dudar seriamente de que aquella casita sobre la roca, precipitada exactamente al mar, fuese un restaurante. "Yes, of course," le respondió el hombre, que hacía una fila a medio camino entre Ernest Hemingway de viejo y el abuelo del Barça, con profunda barba blanca y aquel aire de lobo de mar capaz de enfrentarse a un tiburón. Señalándonos las sillas de una mesa que habría hecho las delicias del responsable de localizaciones de Mamma Mia!, nos sentamos sin saber, todavía, que a escasos metros de aquella playa había la cueva que durante la II Guerra Mundial le sirvió de base secreta al mariscal Tito, líder de los partisanos yugoslavos. Tampoco sabíamos que aquella comida sería un maravilloso ejemplo del titismo que promovió durante décadas, basado en un socialismo construido sobre la explotación de los recursos propios y la política de la autogestión.

Un menú degustación de otro planeta

A un servidor no le gusta mucho el pescado. No me escondo de ello, al contrario, ya que siempre he dicho que ni soy ni crítico gastronómico ni, por favor, soy prescriptor de nada. Sencillamente me gustan los restaurantes y los bares que sirven una cocina o unas copas con alma, una historia detrás y una profunda conexión con el lugar de donde son. "A selection of fresh fish on the island", dijo la hija del hombre de la barba cuándo nos explicó el único menú existente, consistente en tres tandas de platos: unos entrantes en forma de surtido inicial de cinco platos con sardinas, boquerones, bonito escabechado, aceitunas de un olivo que veíamos desde donde estábamos sentados y, por suerte, queso de las ovejas que ella misma, según nos dijo, pacía cada día. Mi cara ante aquel fatídico quinteto titular lleno de pescado azul que nunca como fue todo un poema, pero todavía lo fue más cuando nos dijo que de primer plato había sopa de pescado y de segundo plato "steak of dogfish", que ávidamente corrí a preguntar qué narices era. Haciendo el gesto de clavarme una daga mientras decía "Excalibur!", entendí que si quería comer, debía zamparme un filete de pez espada mientras me sentía un jugador de esgrima a quien acababan de derrotar.

El surtido inicial de cinco pequeños platillos.
Los cinco platillos del entrante, con las aceitunas negras en primer término.

Todos mis temores se disiparon, sin embargo, cuando resultó que no solo el queso era increíblemente maravilloso, sino que las olivas y los boquerones, casados con aquel vino blanco natural sin querer natural, eran una delicia. Después de treinta y cuatro años renunciando enérgicamente a la sopa de pescado cada vez que mi abuela la hacía, ahora resulta que la estaba devorando con el hambre de un náufrago. La escena era tan impactante que mi acompañante gravó un vídeo, lo envió a mi madre y la respuesta fue preguntarle si tenía fiebre. El único augmento de fiebre que me estaba cambiando la percepción de la realidad, sin embargo, era el de sentirme dentro de una experiencia gastronómica, puramente auténtica, por la que en Catalunya muchos pagarían 170€ y harían diez stories a Instagram. Cuando después de la sopa apareció de nuevo el señor con el pez espada entero y nos dijo que lo había pescado aquella misma mañana en su barca, de hecho, busqué la cámara oculta que no encontré. Después de meterlo en la parrilla unos minutos, con un fuego idéntico al de los antepasados de nuestros antepasados -los de hace cinco siglos y también a los de hace cinco mil años-, nos sirvió dos filetes con guarnición que me pusieron la carne de gallina. Los postres, con galletas caseras y un vasito de vino dulce parecido a la mistela que hace un amigo mío en el garaje de su casa, fueron el colofón final de aquella comida junto al mar que, más que de 'kilómetro cero', era de centímetro cero.

Cuando la autenticidad es el mejor marketing posible

Evidentemente no pagamos con tarjeta, ya que allí no había cobertura ni ganas de que hubiera. Comer dentro de aquel oasis temporal durante tres horas nos costó 40€ por persona, que más o menos es lo que cuesta salir a cenar un día cualquiera en la calle Enric Granados y que te atraquen a mano armada con algún ceviche de no sé qué y cuatro tristes croquetas congeladas. A la hora de pagar, cuando vi que al lado de la caja había tres o cuatro libros con la cara del abuelo del Barça croata, osé preguntarle con mi inglés torpe si aquel señor de la foto era el mismo hombre de la barba que me estaba cobrando, cosa a la cual respondió afirmativamente con un "I'm en writer" que media hora después Google me contextualizó: el lobo de mar resulta que se llamaba Senko, era un filósofo conocido en toda Croacia, había escrito decenas de libros y vivía retirado desde hace décadas en la isla más recóndita y paradisiaca de la Dalmacia, donde hace años que reflexiona, en libros o artículos, sobre la supervivencia en islas pequeñas y alejadas de la globalización.

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Nuestro héroe Senko removiendo una copa del vino que seguramente él mismo ha cultivado.

Curiosamente fue Google, posiblemente la herramienta más importante de este mundo interconectado, quien me informó de que acababa de comer en casa de un escritor, pero casualmente también había sido Google quien me había conducido hasta allí, ya que hay escondites que ni de la globalización saben zafarse. Por suerte, más allá de eso, todo lo que pude vivir en aquella taberna de postal resultó ser absolutamente diferente de lo que estamos acostumbrados a entender como 'restaurante de playa', como 'menú degustación' o como 'producto de proximidad', quizás porque el mundo actual, aunque pretenda cada día llenar de palabras un montón de conceptos nobles, en realidad lo que hace no es más que ensuciar una pila de conceptos nobles con palabras vacías. Afortunadamente, sin embargo, un plácido mediodía de agosto el marketing capitalista no se sentó en la mesa mientras durante tres horas disfrutaba de una comida auténticamente 'sostenible', un concepto muy de moda y que en realidad es tan anticapitalista como el fantasma de Tito, que justo en este momento, con voz baja y educadamente, me avisa de que es hora de escribir el punto final.