Hay restaurantes que te salvan un mediodía, los hay que te transforman el estado de ánimo en una sola noche y los hay, aunque cueste creer, que te cambian la vida. Seguramente la afirmación parece hiperbólica, pero es tan cierta como que el máximo reconocimiento en el mundo de la gastronomía tiene el mismo nombre que la marca de neumáticos de mi Seat Ibiza TDI que no puede entrar en Barcelona. Es evidente que el nombre no hace la cosa, sobre todo teniendo en cuenta que un servidor descubrió que Michelin era un galardón que premiaba restaurantes el mismo año que pretendí abrazar la gloria literaria en el premio Coca-Cola de relato corto, por allá el 2001 o 2002. No lo gané, quizás por culpa del argumento: un hombre viejo explicaba su biografía a unos cuantos niños con quién compartía mesa de un comedor escolar, ya que el hombre se había hecho mayor y había envejecido sin moverse de allí, vistiendo una bata a rayas azules que le iba pequeña y viendo pasar la vida delante un plato de pescado que se negaba a comer desde hacía setenta y tres años.

Hisopo esparrecs blancos trigolpeas cafe
Espárragos blancos con trigolpeas de café de Hisop.

Evidentemente aquel hombre era yo y la génesis del relato era mi propio trauma infantil, ya que de pequeño me quedé constantemente sin patio a la hora de comer porque me negaba a comer la merluza, el rape o la lubina que me amargaron la mitad de mediodías de mi infancia. Todo cambió, sin embargo, hace algunos meses. Era viernes, hacía sol y mi buen amigo Albert me propuso comer en Hisop, un restaurante del cual solo sabía que tenía una estrella Michelin. Tres horas más tarde, por suerte, entendí por qué: la merluza con tripitas, alubias y pimienta timut de Oriol Ivern no solo me había gustado, sino que me había demostrado que a mí sí que me gusta el pescado. Lo que pasa, claro está, es que nadie me lo había cocinado nunca de aquella manera.

Una comida de nivel, una cocina honesta

El pasado 22 de noviembre el chef y propietario de Hisop hizo un ejercicio que ya es casi una tradición en su cuenta de Twitter personal: uno a uno, publicó las fotos de todos los miembros del equipo del restaurante agradeciéndoles su trabajo, acompañando cada imagen de uno sincero "muchas gracias" escrito en la lengua materna de todos los trabajadores y del hashtag #jaensóntretze. En efecto, este gran restaurante escondido en el discreto pasaje Marimón 9 de Barcelona, entre Francesc Macià y la plaza del Cinc de Oros, ha conseguido por decimotercer año consecutivo mantener la estrella Michelin con la cual fue reconocido por primera vez el año 2010, que es una cosa muy rápida de decir y muy difícil de conseguir. Toda la serie de tuits, con fotografías caseras y hechas con el móvil dentro de la cocina del restaurante, era una auténtica metáfora visual de la filosofía gastronómica de Hisop: un equipo de poca gente y una cocina pequeña de un restaurante pequeño ubicado en un pasaje pequeño, pero un equipo de poca gente intentando cada día hacer una cosa muy grande: disfrutar cocinando y, sobre todo, cocinar para hacer disfrutar.

Hisopo caldereta
Caldereta de bogavante bretón con coco de Hisop.

Podría ser marketing, pero no lo es, y no lo digo solo porque fuera el mismo Oriol Ivern quien me lo explicara el día que comí allí, sino porque me lo explicaron los platos que degusté en aquel menú degustación de entonces del cual todavía no he olvidado la gamba con calçot, los guisantes con tártaro de calamar o los lechales a la brasa con trufa y alcaparras. Digo de entonces porque aquel menú no es lo mismo que el que puedes encontrar mañana si vas, evidentemente, ya que el menú degustación de Hisop es estacional y varía cuatro o cinco veces el año. "Yo no soy crítico gastronómico, ni mucho menos un gourmet o un foodie, palabra que, por cierto, odio," le confesé a Ivern cuándo nos vino a saludar mientras comíamos la mousse de coliflor de los postres, pero mi amigo a Albert, con cierta conyeta, me presentó como "un escritor con mucha sensibilidad y un gran defecto: apreciar demasiado a Josep Pla". Quizás por eso he tardado medio año a publicar este artículo, porque igual que Pla fumaba para encontrar el adjetivo correcto, yo también he necesitado seis meses -y una detestable merluza de palangre con espárragos de un restaurante de menú del Maresme- para encontrar el adjetivo que defina lo que comí en Hisop: una comida de nivel y una cocina honesta.

Hisop ha apostado por abrirse a todo tipo de públicos, ofreciendo menús diarios entre semana de 38€ y menús degustación de 85€

En estos tiempos en qué todos los restaurantes que pretenden ser alguien anuncian a bombo y platillo que son 'creativos', 'experimentales', 'sostenibles' o incluso se atreven a autollamarse 'normales', creo que la honestidad de Hisop es la mejor definición de la cocina y el servicio que allí podemos encontrar, ya que ser honesto quiere decir, sencillamente, ser sincero. No mentir. No hacer trampas. Respetar a los otros y respetar, sobre todo, aquello que haces y aquello en lo que crees. Sin duda, mantener durante trece años una estrella Michelin y mantener el mismo nivel desde el primer día, evolucionando sin perder en ningún momento la constancia, es ser honesto. Hacerlo, además, apostando por mantener los precios a raya y abrirse a todo tipo de públicos, ofreciendo menús diarios entre semana de 38€ y menús degustación de 85€. Ser honesto no es obligatoriamente un sinónimo de económico, pero sí de ofrecer buen producto, buena elaboración y buen servicio al precio que toca.

Un restaurante con estrella poco estrellado

Por supuesto un servidor también tiene que ser honesto, por eso no tengo ningún problema en confesar que mi relación con los restaurantes de estrella Michelin es limitada. Respetuosa, evidentemente, pero también ridícula. En primer lugar, porque económica y socialmente siempre me he sentido lejos de cierto tipo de lujos, pero sobre todo porque nunca he tenido un paladar lo bastante abierto. Me emocionan las historias que se esconden detrás de la gastronomía, las que se acercan a la poesía o el arte, con sus procesos creativos, sus relatos de superación o sus sueños utópicos, ya que en restaurantes como La Boscana, Can Jubany, EL Ó o Bo.Tic he comido bien porque he vivido allí bien, pero en otros lugares con más de una estrella en el palmarés no han sido capaces ni de ofrecerme un café o darme un vaso de agua durante una entrevista a las ocho y media de la mañana. Por eso cuando mi amigo Albert me propuso Hisop, en un primer momento le respondí "no me des miedo" en el WhatsApp.

Hisopo araña
Araña con colmenillas a la crema y salvia de Hisop.

Por suerte no pasé miedo, a diferencia de la vergüenza que pasé el otro día durante la Gala de la Guía Michelin España&Portugal 2022 en Toledo, tan patética como la ceremonia de la Pelota de Oro o los Premios Gaudí cuando no los presenta Albert Serra disfrazado de payaso. Que en la foto de los mejores chefs estrellados de España haya solo cuatro mujeres y casi cuarenta hombres ya hace más peste que un entrecot con ternera podrida. Por si no fuera suficiente, sin embargo, cada chef galardonado subía al escenario y una azafata, evidentemente femenina, le abrochaba la chaquetilla en una estampa francamente patética. Quizás es por tanta tontería que son muchos los restaurantes que después de una estrella suben los precios descaradamente o se marcan horizontes que acaban por no saber alcanzar, decisiones las dos que a menudo acaban en desastre. "Oriol no se ha dedicado a estirar más el brazo que la manga" como bien me dijo mi amigo. Tampoco tuve la sensación que Hisop hubiera renunciado, en estos trece años estrellados -y veinte de trayectoria en total- a renunciar a aquello que les hizo ganar la primera estrella.

Como mi querido a Albert siempre me abronca diciendo que escribo demasiado de literatura y demasiado poco de gastronomía cuando hablo de comer, para homenajearlo acabaré el artículo hablando de un tipo que tampoco ganó nunca ningún concurso de la Coca-Cola: Marcel Proust, alguien que decía que es en el olfato donde reside la memoria involuntaria y por eso consideraba los olores como "un poco de tiempo en estado puro". Exactamente eso es lo que busca cualquier escritor cuando escribe, creo, ya que no se busca la belleza, ni la verdad, ni la justicia, ni la libertad, sino que se busca crear un poco de tiempo en estado puro. Un tiempo nuevo y diferente. Único. A diferencia de Proust, sin embargo, yo a menudo encuentro este tiempo gracias al paladar, por eso Hisop me cambió la vida: porque me demostró que era un absoluto ignorante, infantilizado y tonto, que había perdido treinta y tres años de su vida sin comer pescado. Gracias a aquella comida, ahora mi tiempo en estado puro es más inmenso y ahora puedo seguir escribiendo el sabor a niñez que tiene el pan con aceite y chocolate a las cinco de la tarde, el sabor a miedo a que tiene la sangre de una herida o el sabor a amor adolescente que tiene el agua de Valencia. Pero sobre todo, ahora, por fin, he podido escribir el sabor a felicidad que tiene la merluza del restaurante con estrella Michelin más honesto de Barcelona.