La copa de bienvenida consta de un cóctel denominado "Sincericidio". Durante años, el menú para comer el día de Año Nuevo fue la cosa que menos me importaba del planeta. Mientras mi abuela o después mi padre se pasaban media mañana en la cocina, un servidor solo pensaba en cómo sentarse en la mesa sin tener ganas de vomitar o en cómo superar aquel quebradero de cabeza que podía medirse según la escala de Richter. Por culpa de eso, inevitablemente tengo una especie de alergia a la maravillosa Marcha Radetzy de Johan Strauss, ya que es como una magdalena proustiana pero en versión gore: automáticamente me lleva a la resaca. Si tú también te has levantado algun primero de enero más perjudicado que un soldado austro-húngaro herido en la Batalla de Solferino, supongo que me comprenderás y este menú que te propongo hoy te gustará,

Aperitivo: canapés de embriaguez con surtido de egocentrismo

Los excesos siempre acaban siendo perjudiciales, sean con el alcohol o con cualquiera otra cosa. Mi primo, este año, sufrió resaca de turrones Vicens de donut. Una amiga mía, el año pasado y después del 8 de marzo, tuvo resaca de versos de Maria Mercè Marçal. En mi caso, más que agradecer nada, al azar le recrimino tres dones: haber nacido hombre tradicional, de mirada poética y de hígado débil. Se lo recrimino porque me gusta el vino, me gustan las costumbres y me gusta dotarlas de sentido, por eso cuando cumplí treinta años decidí que por Nochevieja bebería sin hacerme daño y que al día siguiente sustituiría toda la embriaguez que me provoca el alcohol dosificándome otro tipo de embriaguez: yendo al cine. Por eso hoy te quiero hablar de The menu, una buena película de Mark Mylor protagonizada por Ralph Fiennes y Anya Taylor-Joy en el papel de un reputadísimo chef de mil estrellas Michelin que vive en una resaca permanente de él mismo y una chica humilde que, sin saber exactamente como, acaba cenando en un restaurante de lujo donde ningún plato le parece auténticamente comida.

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Nicholas Hoult y Anna Taylor-Joy en una escena de The menu
Primer plato: ensalada de frivolidad con aceite de conceptualización

¿Es lógico pagar por una cena el mismo precio que el sueldo mínimo profesional? ¿Tiene algún sentido ofrecer como plato un surtido de foies con pan invisible? ¿Servir un entrecot de ternera deconstruido y que se basa solo en el tuétano es una broma o una genialidad? Sobre estas cuestiones y muchas otras relativas al mundo de la alta cocina trata The menu, un filme que casi podría ser una obra de teatro porque transcurre en un único espacio: el lujoso restaurante Hawthorn, ubicado en una exclusiva isla privada y regentado por el perfeccionista y tiránico Julian Slowik, un cocinero a medio camino entre Hanníbal Lecter y Benito Mussolini a quien todos los trabajadores y comensales nombran "Chef" de manera imperativa. El detalle no es sencillo, ya que la peli va un poco de eso: de la deshumanización de un hombre que dice ser cocinero pero que, en realidad, ha perdido el sentido de su vida porque es ya solo el personaje de un cocinero que tiene como única obsesión trascender lo que es la misma gastronomía. En cierta forma, lo mismo que pensamos muchos cuándo hace un par de años Ferran Adrià nos explicó en un vídeo como hacer un "Dúo de frutos de mar con mejillones escabechados, mezcla de vinagres, agua de lluvia y magia" y después resultó que lo único que hacía era abrir una lata de mejillones en conserva del Mercadona, escurrir la mitad del jugo sobre otros mejillones sin escabeche, esperar, servir con unas pinzas los que ya estaban escabechados, emplatar, mirar a cámara y decir "magia", ya que como sabe todo el mundo, los trucos son propios de los magos, los farsantes y los ilusionistas, pero los cocineros, en esencia, se dedican a una cosa mucho más real y tangencial: llenar el estómago de la gente.

Segundo plato: carpaccio de creatividad con salsa de pasión invisible

La mejor manera de cocinar pulpo, aparte de congelar y descongelarlo previamente antes de hervir, es escuchando Tosca de Puccini, especialmente el aria E lucevan le stelle. El consejo me lo dio no hace mucho Víctor Antich, coordinador de La Gourmeteria, panadero y gastrónomo de referencia para mí. ¿De verdad escuchar ópera era tan importante si quería hacerme un pulpo a la gallega en casa? "Sí, porque para cocinar bien es crucial pasárselo bien, y a mí la ópera me ayuda a disfrutar todavía más de aquello que hago", recuerdo que me dijo. Tenía razón y lo pensé viendo The menu, ya que es una de las claves del filme. El personaje de Fiennes se ha alejado tanto de sus orígenes, de sus sueños, que se ha convertido en un monstruo a cargo de un ejército de cocineros, camareros y sumilleres que construyen en cada menú una obra de arte conceptual, sí, pero vacía, ya que ni tiene alma ni es divertida de hacer. Igual que no se puede escribir sin pasárselo bien, no se puede cocinar sin disfrutar delante de los fogones, ya que aparte de la técnica, el conocimiento y el talento, la actitud es clave para crear bien, y la creatividad, en esencia, es un juego. Es una ilusión. Es un reto. Es volver a ser niños y darse cuenta de que hacerse mayor ya no es divertirse jugando a pelota en la calle, quizás, pero sí que puede serlo haciendo tu trabajo con la misma felicidad de cuando aprendías a pedalear con una bici de rodines. Por eso, una vez, el poeta Pere Rovira, me dijo que había decidido volver a escribir sonetos después de tres décadas acostumbrado al verso libre: para pasárselo bien, para volver a los orígenes, para hacer de la poesía, de nuevo, una aventura.

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Los dos protagonistas de The menu en una escena antes no golpee todo
Postres: macedonia de avaricia con sorbete de realismo trágico

Un servidor no es demasiado asiduo a los restaurantes estrellados, pero es evidente que en todos los menús degustación existe también un juego. Un componente casi lúdico. Una experiencia, como se dice ahora hasta que el término deje de tener valor de tanto malgastarlo. El sorprendente menú que Chef prepara a los comensales de The menu, sin embargo, es un juego perverso y maquiavélico, ya que es más una revancha contra el mundo que un servicio a quien le paga: se ha pasado tanto de frenazo, se ha emborrachado tanto de él mismo y de sus creaciones que vive permanentemente en una resaca de su propia obra, por eso aspira a un gran truco final que cierre, por fin, una existencia sin felicidad, ni pasión, ni sentido. Sufrirá las consecuencias, también la clientela: gente adinerada, famosos de Hollywood, críticos gastronómicos o criptobros fanfarrones que no van al restaurante para comer, sino para explicar que han ido a comer allí. En esta bacanal de farsantes, el único momento del filme donde Chef recobra la felicidad es cuando cocina una hamburguesa con queso para la única comensal del menú que no es una farsante: la única que le dice, sin miedo, que se está muriendo de hambre porque aquello no es un restaurante, sino un parque temático de la gastronomía.

Colación: bombón de autenticidad con licor de alma pura

Un texto sin verdad es un texto sin alma, y lo mismo pasa en todas las disciplinas artísticas. Picasso nunca habría creado las pinturas azules sin el dolor por la muerte de Casagemas, Strauss nunca habría hecho la Marcha Radetzky sin la alegría por la victoria en la Batalla de Novara y la alta cocina no sería alta ni sería cocina sin la memoria de las pequeñas cocinas nada sofisticadas de cualquier bar o cualquier restaurante donde todos los grandes chefs han empezado. Por eso la hamburguesa que Chef prepara a Margot (Anya Taylir-Joy) es importante y liberadora, porque su primer trabajo, allí donde soñó ser algún día alguien, había sido preparando cheeseburguers en una cadena de comida rápida. De eso va, quizás The menu. De recordar que nunca se pueden olvidar los orígenes, ya que son los orígenes los que nos han hecho ser como somos, por eso yo voy cada primero de año al cine: porque de pequeño quería ser escritor y pretendía empezar enero, siempre, escribiendo y creando mundos imaginarios el primer día de un nuevo año real, pero a medida que me hice mayor la resaca me lo impidió y decidí pasar la mona llenando el espacio narrativo cada primero de enero mirando una película. Porque la creación, sea cinematográfica, literaria o gastronómica, va de eso: de una correspondencia entre quien crea y quien consume. De un intercambio de impresiones, estados de ánimos e ideas. De un comunicarse mutuamente a partir de un mensaje, vaya, ya que si el emisor no piensa en el receptor y el receptor no humaniza el emisor, aquello no emociona. No llena. No alimenta. Y la vida, con hambre y a desgana, es peor que un 1 de enero con resaca.