Coger los recovecos y salir unos años de nuestra querida Catalunya, tendría que ser, por ley, obligado, patrocinado y subvencionado. El choque cultural y gastronómico al llegar al nuevo destino nos hace conocedores de una nueva normalidad, nos hace poner en duda que exista una universal y nos hace entender que cada rincón de mundo se hace la suya, si es que podemos decir normalidad.

Patrones culturales y gastronómicos

El secreto para ser feliz en un nuevo entorno donde los patrones de comportamiento cultural y gastronómicos son diferentes del nuestro, es el de no compararlos, entender que nunca más nada será normal, agradecer todo lo positivo, respetar las nuevas maneras de hacer y sobre todo integrarse sin perder los valores. Al inicio, el ejercicio es complicado, pero para la gran mayoría de nómadas descubrir nuevas normalidades se vuelve una adicción; el crecimiento personal es proporcional a la intensidad del choque. Que entonces valoramos lo que hemos dejado en casa, no solo es un tópico típico, es un hecho, sobre todo si pensamos en la despensa catalana.

Todos hemos pasado la crisis inicial del fuet, algunos se rinden y vuelven a casa en busca de la dosis diaria de longaniza o de la costumbre de hacer una pausa después de comer, todo muy legítimo. El primer año de vivir en los EE.UU., el porrazo que se clava un catalán es solemne, sobre todo si decide hacerlo en el sur; culturalmente te trastoca, y gastronómicamente te deja azorado. Si te levantas y al cabo de un par de años y no tienes tentaciones de volver a la madre patria, entonces ves claro que la hostia ha valido mucho la pena.

Aparte de nuestra despensa, a menudo nos añoramos, y no sabemos de qué, solo sentimos la emoción intensa que no acabamos de identificar. A veces ponemos nombre al volver a Catalunya. Son aquellos momento en los  que ante una situación, objeto o persona, de repente, ves clarísimo que aquello es lo que echas de menos.

Recientemente, me pasó. Me sentaba en una terraza de un bar en Consell de Cent, sin prisa, con buena compañía, reviviendo la sensación que el tiempo se detiene y te bajan las pulsaciones. Fue entonces, al perder la conciencia temporal, que vi claro que añoro las pausas no cronometradas que los mediterráneos integramos con "normalidad" a nuestro día a día. La flexibilidad en la gestión del tiempo que la sociedad catalana, entre otros, ha heredado, choca frontalmente con la rigidez con la que otras sociedades lo cogen, sobre todo los países anglosajones. La cuestión del tiempo, impacta, y mucho, si te paras a pensar en cómo la vive cada sociedad.

Los bares y la divergencia en la concepción del tiempo

Dándole un par de vueltas a la situación, y buscando una explicación antropológica relacionada con el uso o gestión del tiempo, estoy de acuerdo con el antropólogo Del Campo, que quizás los mediterráneos no disfrutamos de aquello que tomamos cuando nos sentamos en una terraza, o de una cabezada en sí, como de una relación con el tiempo mucho más relajada que los países anglosajones. El reflejo más claro de esta divergencia en la concepción del tiempo son los bares y las terrazas. En los países mediterráneos es un hecho social más que económico, a los países anglosajones se va más a ingerir calorías. La idea de que vale la pena interrumpir el tiempo productivo por un rato de ocio comiendo o bebiendo, tiene un elemento dionisiaco, asegura Del Campo, un ritual de libertad entre el trabajo y el ocio.

El reflejo más claro de esta divergencia en la concepción del tiempo son los bares y las terrazas. En los países mediterráneos es un hecho social más que económico, a los países anglosajones se va más a ingerir calorías

El antropólogo sigue explicando que en discursos religiosos del s. XVII y XVIII, en culturas calvinistas y luteranas, una de las obsesiones no era el pecado de las relaciones sexuales, sino la idea de perder el tiempo. En los monasterios, el tiempo se segmentaba y cada hora se destinaba a una actividad diferente, hecho que más tarde se convirtió, a través del calvinismo, en el tiempo productivo del trabajo.

Tradición anglosajona versus la mediterránea

Añade, también, que la cultura mediterránea, tiende a hacer el trabajo más lentamente y bien hecha, en cambio, en los países anglosajones, el tiempo y la economía están íntimamente ligados, donde se inculca que si produces con menos tiempo eres más rentable, en los EE.UU., tiempo quiere decir dinero. ¿Imaginad, pues, si hablamos de nuestra sobremesa, en una cultura donde se inculca que el tiempo tiene que estar intencionadamente productivo, cómo les haces entender que una vez has comido, te quedas en la mesa, a hacer qué? ¿A matar el tiempo?

Entiendo a aquellos americanos que se trasladan a vivir a Catalunya e inicialmente se angustian por aquel sentimiento de culpa de vivir con pausas temporales. Los que se acaban quedando, pero que adoptan la nueva "normalidad" y disfrutan, claro está, de los beneficios de una buena sobremesa, que son muchos. Las terrazas de los bares y restaurantes americanos también están llenas de gente, también se toman cosas, y el ambiente es relajado, pero las quedadas tienen un tiempo asignado en las agendas, hecho que al inicio me costó de entender.

No tenemos boquerones, pero tenemos el pescadito de lago

Lo que he aprendido es que hay una segmentación del tiempo diferente a cada sociedad, y en algunas donde he vivido, no se contempla como ordinario el hecho de parar y perder la noción del tiempo fuera del fin de semana, o hacer vacaciones todo agosto, pero, en cambio, he experimentado la satisfacción de tener tiempo por todo. Ver el silverlining, agradecerlo y no caer en comparaciones, es el gran qué de adaptarse a las nuevas culturas. No tenemos boquerones, pero tenemos pescadito de lago. He ahí.