Todo empezó aquel día que en el menú de mediodía del restaurante ofrecí hígado con cebolla contra la opinión de todo el equipo de cocina que consideraba que este plato ya no tenía adeptos y acabaríamos tirando toda la producción. Es cierto que el consumo de hígado y otros menores ha descendido significativamente. El sabor, el aroma, la textura, el color, la rápida degradación, las impurezas que contienen y otros argumentos son algunas de las razones de la bajada, pero la causa principal es la conciencia de lo que comemos. Un trozo de carne es inconcreto, se desvincula del animal. En cambio, ver la forma de la lengua, el riñón, el corazón, las turmas, el cerebro o los pedreros nos angustia porque lo reconocemos, lo situamos y sabemos la función vital.

El hígado con cebolla y tantos otros defenestrados

Ramon (nombre ficticio) entró aquel día a solas en el restaurante. Se sentó en la mesa, abrió la carta y cuando leyó en el menú "hígado con cebolla" sufrió una sacudida emocional. En un instante, una milésima de minuto, un microsegundo, su memoria reconstruyó aquel momento del recuerdo: una mesa de cocina con manteles desgastados, una lámpara colgada del techo con una bombilla de 25 W, una pica de mármol, una madre ajetreada con delantal viejo, pero almidonado, manos con callos y con un incrustado y permanente leve aroma en lejía y un Ramon con pantalón corto y rodillas peladas renegando porque era el miércoles y tocaba comer hígado con cebolla.

Con ojos llorosos, aquel día en el restaurante, Ramon pidió el plato que le hacía su madre. Aparte del plato le llevé también un paquete de kleenex. De pequeño, a Ramon no le gustaba este guisado marronáceo, a gusto intenso y olor penetrante. De joven, a Ramon, todavía no le hacía el peso, pero ya se había acostumbrado. Fue mucho después de casarse con la parienta, cuando la madre ya se había marchado de este valle de lágrimas, que se convirtió en un hígadoañorado, evidentemente sin saberlo.

Hígadoañorados: todo el mundo vuelve

El catálogo gastronómico durante los dos años de cortejo con la mujer se resume en suizos con melindros en la calle Petritxol, bocadillos en el Frankfurt, entrecot en el pimiento verde si iban de celebración, costillares con el grupo y algún pseudosushi al exótico japonés de la ciudad. El primer año de casados: camembert, el cava rosado, el jamón del bueno y las fondues eran el preludio de los fogosos embates del encendido joven par. Después de un año cohabitando, cuando el fuego era poco más que lánguidas brasas, llegó aquel fatídico día en el que Ramon, tímidamente, le sugirió cocinar un hígado con cebolla. "La madre me hacía hígado", dijo. La mirada de ella fulminó cualquier posibilidad de comer nunca más: "Qué asco, el hígado. En esta casa no entrará nunca", replicó.

Esta no es una historia particular, se conocen bastantes casos: los polos opuestos se atraen. Y, sin saberlo, siempre se generan parejas mixtas: uno que odia el hígado y el otro que lo adora. No se lo dicen, no hablan, pero un fenómeno paranormal los imanta. En el momento del acercamiento, el momento del arrullo de las palomas, en la barra de la discoteca o en el actual formado digital, el Tinder, hay temas que no se mencionan, no se consideran destacables. Entre cubatas se habla de aficiones, de si diseñas o trabajas, de amigos comunes o de pueblos de veraneo. Pero no salen temas esenciales, temas que harán que el amor perdure más allá del cava rosado y los mensajes a medianoche. No se trata lo que es fundamental: el hígado con cebolla.

Y es por eso que hay toda una multitud silenciada, errante y solitaria, que va buscando abrigaño en pequeños y alejados restaurantes donde comer – siempre previa búsqueda de una buena coartada – el hígado con cebolla. Esta multitud son los hígadoañorados. Buscan un rincón discreto del comedor donde, lejos de miradas indiscretas, comen solos el plato deseado, y siempre con un paquete de kleenex al lado donde ir enjugando las lágrimas. ¿Lloran por la emoción que les genera la excelsa maestría del chef? No, cocinero envanecido. Lloran porque recuperan por unos instantes aquellas comidas en la mesa de la cocina con los manteles desgastados con la luz de la bombilla de 25 W. Lloran por la madre (la abuela, el padrino, la tía o el amigo) que ya no está. El poder evocador de la cocina es inmenso.