Llegáis tarde para ir a la fiesta de la mongeta del ganxet de Llerona, este llano precioso entre Granollers y la Ametlla. Llegáis tarde para ir a la fiesta porque fue el domingo pasado, con gran éxito de público, pero nunca llegáis tarde para comprar, cocinar y comer el oro blanco del Vallès. Un acto de justicia agraria, una lección de ecología ancestral y un testimonio silencioso de cómo la cocina nos hizo humanos
Aún hoy, en este rincón del Vallès, se “baten, ventan, criban y eligen” las judías con las manos, como se hacía antes de que la industria se llevara los gestos antiguos. Hablamos de una judía aplanada, con forma de gancho, piel fina y textura mantecosa. Pero su valor no reside solo en el plato. En el campo, esta legumbre hace de médico de la tierra: se cultiva después del cereal, cuando el suelo queda extenuado y actúa como regenerador natural. Fija el nitrógeno en el suelo, evitando fertilizantes químicos, y sus raíces profundas airean la tierra. Antes de que “agricultura regenerativa” fuera un eslogan, la judía curaba la tierra.

Hoy todo nos parece una obviedad, pero el ingenio para adaptarse al entorno es un prodigio sorprendente. Afirmamos con vehemencia que comemos legumbres, pero nosotros no podemos comerlas si están crudas. Nos falta el buche, el mortero incorporado de las aves, que tritura el grano y hace posible la absorción natural. Nosotros, si no queremos perder los dientes o morir en el intento, tenemos que cocerlas previamente si las queremos poner en el plato. Un antecesor remoto descubrió que con agua, fuego y tiempo, aquello que la naturaleza nos ofrece duro e indomable, se transforma en un alimento dócil y nutritivo. Y eso que hoy nos parece tan natural, fue uno de los saltos intelectuales más grandes de nuestra especie.
Los puestos o tiendas de legumbres cocidas no las encontraréis en Madrid
La técnica tradicional es clara y paciente: doce horas de remojo, agua fría para empezar el hervor, fuego lento, una hora de cocción vigilando que se queden sin agua y, finalmente, dejarlas enfriar en su propio jugo. Y atención: las judías del ganxet son frescas, no secas, y su madurez varía según la época. En verano terminan antes; en invierno piden más tiempo. Como nosotros, tienen sus ritmos.
Para quienes no se vean con fuerzas —ni con tiempo suficiente— para este ritual, siempre las pueden comprar listas en los puestos o tiendas de legumbres cocidas que, dicho sea de paso, no encontrarán en Madrid, pero tampoco en Berlín ni en París, por ejemplo. Estos puestos son hijos de la historia industrial catalana. A finales del siglo XIX, con las mujeres trabajando jornadas interminables en las fábricas textiles, sin tiempo para cocinar, nacieron estos establecimientos que ofrecían legumbres cocidas en la puerta de la fábrica. Dejabas el puchero vacío por la mañana, y al mediodía lo recogías lleno. En casa, completadas con un arenque o una costra de panceta llenaba, alimentaba y resolvía la comida para la media docena de retoños que esperaban hambrientos un plato en la mesa
Si no tenéis ideas de con qué acompañarlas, la butifarra de cerdo de proximidad es siempre la mejor opción
Tanto si compráis las judías cocidas o las cocináis en casa, nunca, nunca, tiréis el agua de la cocción. Es un caldo delicado y lleno de sabor, que en días de frío se puede convertir en una sopa reconfortante. El jugo de la judía guarda el alma de la legumbre. Y si no tenéis ideas de con qué acompañarlas, la butifarra de cerdo de proximidad es siempre la mejor opción. Comed butifarra, no os hará ningún mal y hará muy bien al sector porcino, que está recibiendo un revés de los gordos.