El Monte Testaccio es una colina artificial de 50 metros de altura erigida en la ciudad de Roma a partir de restos de unos 26 millones de ánforas desmenuzadas, principalmente de aceite, pero también de vino, de hace casi dos mil años. Pongamos que en Cataluña, sumando todos los porrones disponibles, haya la misma cantidad -26 millones de porrones- en manos de coleccionistas y museos, patriotas y restaurantes de calçotada, tiendas de souvenirs y anticuarios, de nuevos y viejos, de soplados a pulmón y de hechos en serie, de hechos en Cataluña y de hechos en el extranjero. De todos ellos, sólo unos pocos privilegiados siguen decantando el vino, boca a boca, metáfora de un futuro incierto. Los vestigios del Monte Testacccio son la prueba fehaciente de que el barro, el vidrio o cualquier material noble de la antigüedad tiene las horas contadas. Y, lejos de querer reivindicar las bondades de este artefacto decadente, cuyo origen es el vino a granel y una forma práctica e higiénica de beber vino, me pregunto: ahora que se legaliza la eutanasia, por qué no damos una muerte digna al porrón? Una muerte que resuene por toda la eternidad y que lo libre de la cruz de los souvenirs, de la sangría de las ramblas, y del letargo terminal de los museos?

Los vestigios del Monte Testacccio son la prueba fehaciente de que el barro, el vidrio o cualquier material noble de la antigüedad tiene las horas contadas

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Porrón Baccanae del artista Bernat Daviu / Bernat Daviu

Boc, buc y galet

El porrón es un objeto innovador -quién sabe si el diseño más icónico de Cataluña- que toma la forma de una aceitera, pero con la función de un cántaro. El porrón más antiguo que se conserva es el del monasterio de Poblet, un utensilio de farmacia del siglo XIV milagrosamente intacto. Como objeto cotidiano, sin embargo, el porrón no se popularizó hasta la época de las Guerras Carlistas, momento de democratización del vidrio y, como en tiempos de pandemia, periodo convulso que invitaba a empinar el codo. A comienzos del siglo XX, en la cocina o comedor de cada hogar y masía de Cataluña había un porrón, más o menos humilde o musicado, pero siempre fiel a su trinomio constitutivo: el boc (mango y conducto bajo la corona superior por donde se llena el recipiente), el buc (cuerpo o depósito que contiene el líquido), y el galet (el canal en forma de pico o embudo por donde borbotea el vino). Sólo en casos excepcionales, el porrón se transformaba para adoptar un aspecto fantasioso: el porrón del padre, con el galet exageradamente largo que permitía a la persona situada en la cabecera de la mesa -el padre- servir el vino bueno a los comensales sin levantarse; el porrón de hielo, con una cavidad en el buc para poner nieve o hielo; el porrón enroscado, con el galet enrollado al buc; el porrón doble de matrimonio, con dos bucs y dos bocs siameses, pero con los galets opuestos, que permitía beber vino blanco o vino tinto; El porrón doble de la mezcla, con dos bucs, dos bocs y dos galets siameses, que permitía beber dos vinos diferentes al mismo tiempo, o hacer la mezcla del moscatel con anís directamente en la boca.

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Pipa de vino, una obra mía / Matías Vargas

La tercera vía de los porrones

Lo que llamaríamos la tercera vía de los porrones -ni muertos ni desdeñados- pasa por su reutilización. Aquí se me ocurren dos posibilidades: La primera, parte de su apariencia fálica para reconvertirlo en algún tipo específico de consolador, una conexión que ya insinuó Joan Amades cuando lo relacionaba con el ríton romano (un objeto para beber vino a chorro en las bacanales). La segunda, es convertirlo en una pipa de agua o de vino con la sencilla incorporación de una cazoleta de tubo de vidrio ajustada a un tapón de corcho. Sin embargo, el problema de la primera es de diseño: no es higiénico que el pitorro esté roto, e incluso podría ser peligroso si se partieron accidentalmente el cristal. Y el problema de la segunda, es material: las pipas de agua están fabricadas con vidrio borosilicato, el cual es resistente al calor, mientras que los porrones, no

“Ahora que se legaliza la eutanasia, por qué no damos una muerte digna al porrón?”

Una muerte digna

Descartada la tercera vía, también podríamos enterrarlos, por ejemplo, dentro de las minas abandonadas de Cardona, sede de última batalla de la Guerra de Sucesión. Suena poético, sin duda. Pero, pensándolo bien, y si los amontonamos a la manera del Monte Testaccio? Se imaginan 26 millones de porrones apilados? Yo sí. Y la imagen de miles de catalanes y catalanas peregrinando con un porrón como ofrenda, aún me impresiona más. Y si en vez de un campo pelado, de un claro en medio del bosque, o de una colina rocosa, escogiéramos una playa donde erigir nuestro monumento? La estampa de millones de porrones desvaneciéndose en diminutas piedrecitas irisadas, creo que representa una muerte bastante digna.