Cada año en Fulleda, en Les Garrigues, el Celler Matallonga organiza una especie de verbena popular. La gente se lleva la cena de casa y, en mesas largas, se comparten las cocas de provisión de Solivella, los embutidos de Cal Vives de Les Borges Blanques, el bizcocho de Arbeca, las tortillas, las sardinas en escabeche de Elena y las orejuelas de la familia de Neus. La cena, los productos, los platos, son importantes, y tanto que sí. Detrás hay esfuerzo, amor, sabiduría, tiempo y coherencia, pero el verdadero sentido de todo son estas mesas largas, que se colocan por cuestiones logísticas, porque son las que tienen, porque no es posible hacerlo de otra manera, pero que resulta que está donde radica uno de los grandes valores del encuentro: la comensalidad.

Las mesas largas son sinónimo de salud social

La comensalidad es un indicador para medir la salud social. Compartir mesa es fortalecer los vínculos y, en consecuencia, generar sentimiento de pertenecer a un lugar y a un grupo, a una tribu. La comensalidad refuerza la comunidad y promueve la convivialidad, apaciguando la conflictividad vecinal favorecida por el calor y las moscas. Pero una cosa es la comensalidad entre los amigos, la familia y los afines, que es fundamental y muy enriquecedora, y la otra, mucho más piruetística es conseguirlo entre los vecinos, algunos desconocidos. Eso sí que tiene mérito.

Bien entrado el siglo XIX, los restaurantes irrumpieron con fuerza en las grandes ciudades. Chefs franceses e italianos abrieron grandes casas siguiendo el modelo de éxito europeo que, por primera vez, distribuía el comedor con mesas de grupos reducidos, incluso de dos personas, y donde los clientes podían pedir lo que les apeteciera dentro del marco de una oferta de platos listados en una carta.

La comensalidad es un indicador para medir la salud social. Compartir mesa es fortalecer los vínculos y, en consecuencia, generar sentimiento de pertenecer a un lugar y a un grupo, a una tribu. La comensalidad refuerza la comunidad y promueve la convivialidad, apaciguando la conflictividad vecinal favorecida por el calor y las moscas.

La restauración moderna fue una invención de la decapitada aristocracia, cuando la Revolución Francesa de 1789 dejó, a los chefs de los reyes y de la nobleza, sin trabajo, casa ni dueños. Los aristócratas franceses supervivientes -ahora sin palacios ni corte- necesitaban ir a sitios donde se garantizara que no se encontrarían la hermandad y la grosería propia de las tabernas y las trattories. Los restaurantes les ofrecían una experiencia individual, independiente y anónima, dando mayor relevancia a la gastronomía y al trabajo de los chefs. De la misma manera que se escogía el menú sin adaptarse a la olla común, se empezó a escoger con quién sentarse y compartir la comida: amistades, familias, pareja o solos.

Una invitación al diálogo y al valor democrático

Anteriormente, al formato de restaurante como lo conocemos hoy, las fondas, las tabernas y las posadas estaban donde los viajeros se reponían del camino con un plato y un beber. Las mesas eran siempre largas y comunitarias, también por cuestiones de logística y porque el más fácil y barato eran unos tablones y unos bancos. A menudo el más fácil es el más conveniente. Las mesas largas potenciaban la conversación, también entre personas desconocidas, eran una invitación al diálogo, dotaban de valor democrático los lugares de encuentro promoviendo la socialización entre personas de diferentes estatus, alineándolos también en el plato, porque en las tabernas todo el mundo se adaptaba a lo que había en la olla.

A pesar de todas las ventajas, las mesas comunitarias han desaparecido y solo aparecen, efímera y ritualmente, en las fiestas populares, ocupando calles y plazas. No es tanto una mesa gastronómica como el retorno a las tradiciones con el cual nos identificamos, a platos típicos y variedades locales y al arraigo a un territorio concreto. Me emocioné, en Fulleda, observando cómo se compartían los manjares, de mesa en mesa. Me emocioné yo, pero también la Blossom, una chica nacida en Kenia, de origen de la India portuguesa y residente en Londres.

A pesar de todas las ventajas, las mesas comunitarias han desaparecido y solo aparecen, efímera y ritualmente, en las fiestas populares, ocupando calles y plazas.

Con ojos risueños y abiertos de par en par observaba todas las idas y venidas de las orejuelas y, al cabo de un rato, ya éramos amigas y me mostraba la fotografía de su objeto más preciado: la piedra de moler las especies heredada de su abuela, que lo acompaña allí donde ella se establece, como una especie de talismán y de recordatorio de sus orígenes. Las raíces, siempre las raíces. Quizás no os habéis dado cuenta de que he mencionado dos veces las orejuelas. Lo he hecho con toda la intención. Son un dulce propio de las tierras de ponente que tenemos que proteger porque está en peligro de extinción y, además, me da más argumentos para aplaudir la fiesta de Fulleda.

Las orejuelas que nos pasamos de mano en mano, tratándolas con más devoción que el corazón de la Agustina de Aragón, fueron cocinadas por los hermanos, los hijos y sobrinos de Neus, de manera que la receta se va transmitiendo garantizando su pervivencia. Surge un nuevo concepto que complementa la comensalidad: la cocuinalidad. Hacemos un encuentro festivo para cocinar los platos del patrimonio culinario, un patrimonio coherente con el entorno y con la historia de cada pueblo y de cada comarca. Solo así seremos únicos.