Recuerdo que cuando era pequeña, mi hermano se "exilió" a París durante un año. En casa, mi padre lo empujó a marcharse una temporada larga para espabilarse fuera de casa. Mi hermano no tenía ninguna intención, por eso se fue de mala gana y se sintió un poco exiliado. No disfrutaba de una posición holgada, que digamos, y aquel Noël francés, según su mirada, en una ciudad fría y gris (que sea la ciudad de las luces depende también del estado de ánimo del momento de cada uno) le hizo sentirse profundamente desolado. Los amigos quisieron que sintiera el calor del grupo y le enviaron, en un paquete postal, una escudella catalana y cocido. Esta anécdota, mil veces escuchada, no deja nunca de enternecerme. Aquel paquete contenía todo lo que un "exiliado" necesita: sentirse cerca de casa.

En 1905, Santiago Rusiñol escribió un monólogo con un claro tono humorístico donde proponía una mejora municipal: construir una infraestructura, el escudellómetro, que distribuiría escudella gratuita por todas las casas. Se trataba de una especie de garantía social que aseguraba un plato caliente a todas las personas, independientemente de su condición. Unos cocineros, pagados por el Ayuntamiento, cocinarían cada día litros de escudella que llegarían a las casas a través del entramado de cañerías, de manera que abriendo un grifo, los ciudadanos podrían llenarse el plato.

Escudilla y cocido / Foto: iStock
Escudella y canelones / Foto: iStock

Al principio del siglo XX, el vínculo con la olla era, pues, indisoluble. Vivir sin escudella no era posible. Se comía cada día. Y el día de Navidad, también, pero más enriquecida y como prolegómeno del capón y los turrones. Si sois de los que me leéis os sonará mucho, muchísimo, esta máxima: la cocina es el rasgo cultural más incrustado, lo que más perdura y lo que nos evoca lugares y momentos que emocionan. Por eso es tan importante como y qué comemos en casa durante la niñez, que es precisamente cuando se cocinan los recuerdos que, una vez pasados por la goma de borrar de la nostalgia, se convierten invariablemente en recuerdos felices.

Entre los días del calendario que seguro serán recordados y que serán hitos en la memoria, resaltan los que regurgitarán cada vez que vemos portales, objetos o luces. Hablamos de la Navidad. Hoy es Navidad, y no hay nada que desee más que de todas las casas y restaurantes salga un aroma inconfundible de escudella y cocido. Un aroma que será un edredón que nos envolverá, nos calentará y nos hará ansiosos de un plato que por Navidad es mucho más que una sopa. Es una comunión, un abrigaño, un espacio compartido, un paraje conocido, una lengua sabida, un código descifrable.

Escudilla y cocido / Foto: iStock
Escudella y cocido / Foto: iStock

No poder comer el día de Navidad nos deja con una sensación de orfandad cultural, patrimonial y territorial desoladora. En esta última frase, el tiempo presente es importante de destacar. Quien sabe si la sensación de vacío será la misma en las generaciones más jóvenes, teniendo en cuenta lo que una amiga me explicó hace un par de días. Me decía que habían optado por actualizar la tradición, para que fuera más abierta, transversal y atractiva a los jóvenes de casa: este año en la mesa de Navidad servirán ramen.