Aterrizo en el cinturón bíblico el año 2008 con aquel sentimiento constante que parece que vengas de Arbeca que te acompaña el primer año. Tres o cuatro días antes del Thanksgiving, me doy cuenta de que algunos vecinos del callejón sin salida del suburbio donde yo vivo pasean arriba y abajo con unas bolsas de plástico que parecen pesar un quintal y, curiosamente, las dejan en casa de mi vecino. El chico que no conozco y que parece serio, recibe las bolsas y ellos dan la vuelta. Imagino historias que me hacen perder el sueño, pensando en qué pimientos hay dentro de aquellas bolsas, suspicacia a la catalana, ya sabéis de qué hablo. Tengo tentaciones de llamar a la puerta y acercarme al receptor de la mercancía, ofreciéndole alguna golosinaría catalana, por aquello de vale más a buenas, por si las moscas. El día de Acción de Gracias se resuelve con final feliz el enigma de las bolsas pesadas. A media tarde llegan nuestros invitados a casa, nos vienen a hacer un showcooking de la fritada del gallo. Empiezan a deshilachar utensilios hacia el patio: la olla, garrafas de aceite de cacahuete, ganchos, quemadores y, ¡por desgracia!, una bolsa de plástico con un peso pesado que llevaban a hombros.

Aquella noche aprendo para siempre que en el sur es tradición poner el pavo en salmuera dos días antes. Otros lo hacen con el típico adobado picante y la gran mayoría utilizan bolsas de basura. Los que tienen la olla y el menaje, se ofrecen para freír los pájaros de los vecinos a cambio de algún pecan pie o de uno de los acompañamientos clásicos: el mac and cheese, los panecillos de maíz, el ocra en vinagre, los boniatos hervidos... Un hecho interesante es que en el país todo el mundo come pavo (en el sur frito y en el norte al horno), pero las especias para aderezarlo y los acompañamientos varían geográficamente, como también lo hacen los clásicos pasteles de fruta.

En Maryland, el pavo se acompaña de sauerkraut, pastelitos de cangrejo y de maíz. En Nueva Inglaterra, no puede faltar el puding hecho de molasas ni el acompañamiento hecho de ostras o almejas con pan, tipo stuffing. En Nueva York, influenciados por la extensa comunidad de inmigrantes italianos, sirven de primero manicotti o lasaña y crepes de ricota con salsa marinera. En Texas, el pavo pica que hace fuego, y lo adoban con cajún. En el Nordeste, no falta nunca el famoso relish de arándanos con zumo de naranja, el relleno del gallo con salchicha, y el buenísimo pastel de calabaza. En Nuevo México y Arizona, influenciados por la cocina latinoamericana, empiezan la comida con empanadas de calabaza, ¿os suenan? El pavo lo adoban con guindilla y lo acaban friendo con aceite de cacahuete. Por último, los siempre olvidados midwesterners, no se sientan en la mesa sin la casserole de judías verdes, la crema de setas y las cebollas rebozadas. Algunas regiones comparten la influencia germánica y preparan una ensalada de patatas con mayonesa.

Familia celebrando el Thanksgiving / Foto: Adobe Stock
Familia celebrando el Thanksgiving / Foto: Adobe Stock

Observando los manjares de cada región, tendríamos que poder adivinar de dónde procede la inmigración que ha dejado sus huellas gastronómicas. Parte de la tradición es la costumbre durante la comida que lleva al hecho de que, de forma más o menos organizada, todo el mundo dé gracias de la manera que le parece y a quien le parece... Dioses y universos aquí no faltan, sobre todo en el sur, que si no das las gracias a su Dios ya estás en la lista negra. Hay quien pasa el día tumbándose en el sofá tragándose el tradicional desfile de los grandes almacenes Macy's; algunos llevados por la inercia de la temporada ven un partido de fútbol americano; los más polvorillas, de buena mañana, corren las tradicionales carreras 10K, las turkey trot. Recién cenados, se reparten las sobras en bolsas Ziploc y al día siguiente, día de shopping frenético, entre compra y compra se comen los típicos sándwiches secos del día siguiente.

Hace unos días hablando con una campesina, le empezaba la conversación diciéndole que venían días de hacer buen cajón con los pavos ¡Este año no! Me dice. El coste de engorde y la falta de personal han hecho que este 2022 no sea posible. Ninguno de los campesinos de los mercados locales verá un céntimo. El maíz y el grano están a precio de lubina, la inflación por las nubes y, para remachar el clavo, la masacre que ha dejado la gripe aviar ha hecho que el precio de la libra haya subido un 112% (según el American Farm Bureau Federation).

Gallos de Indio en las grandes superficies / Foto: Adobe Stock
Pavos en las grandes superficies / Foto: Adobe Stock

Pero quien quiera un pavo no tiene que sufrir. Sant Butterball, el gigante de las granjas de crianza masiva de pájaros, ha prometido a los ciudadanos salvar la comida, proveyendo las grandes superficies con más de 40 millones de pájaros y a muy buen precio. De hecho, con la compra mínima te regalan uno. En 2014, la empresa obtenía la certificación American Humane Certified, garantía de buen cuidador. Certifican que sus pájaros no pasan hambre, ni sed, ni malestar, ni dolor, ni sufrimiento, y que pueden moverse libremente en un espacio "digno", cumpliendo así los requisitos de las Cinco Libertades del Bienestar Animal, las "Five Freedom of Animal Welfare". No hace falta hurgar demasiado, ni ser miembro de ninguna organización proanimal life para darse cuenta de que hecha la ley hecha la trampa, y que puertas adentro de las granjas no pasa nada bueno. Últimamente, oímos hablar y leemos a diestro y siniestro sobre las consecuencias de nuestras propias decisiones a la hora de escoger dónde compramos y qué compramos. Yo añado el cómo lo cocinamos. Comparto la opinión de aquellos que dicen que el poder de cambio de estas es tan influyente como el de ir a votar. Comprando a ciegas estamos decidiendo el futuro de nuestros campesinos, de nuestro paisaje, de la economía del país, o cómo queremos que se trate el ganado que consumimos, entre muchas otras cuestiones vitales. Si solo nos paráramos un minuto a pensar, "otro gallo cantaría", nunca mejor dicho.