Hace un par de semanas disfruté de la Fiesta del Caracol de Fontcoberta, al Pla de l'Estany. Que haya utilizado el verbo «disfrutar» ha sido del todo intencionado porque, simplemente, no me lo esperaba nada.

Una vez superado el aprieto, es el momento de confesar que en toda mi vida había comido tres caracoles y aquel domingo mítico en Fontcoberta me comí veinte. Veintitrés caracoles en total parece una nimiedad, pero han sido un hito muy importante para mí. Los había esquivado tanto como había podido, pero no tuve escapatoria, era la invitada de honor. Podía haber puesto una excusa para no ir pero, circunstancias que no vienen al caso, no lo pude evitar aceptar.

Quien come caracoles es porque tiene un origen, una familia y una tradición. Es un hilo umbilical con una cultura y una historia. Es orgullo de pueblo.

Es uno de los alimentos con más fobias y filias. Racionalmente, son indefendibles. En general, recelamos de los animales que rastrean, de los insectos y de las especies silvestres. Pero el caracol ha superado todos los escollos y es encumbrado en algunos lugares del país. Y este es su verdadero argumento: es un alimento que va más allá de los nutrientes y de su sabor, es su peso identitario el que les hace tener más valor: quien come caracoles es porque tiene un origen, una familia y una tradición. Es un hilo umbilical con una cultura y una historia. Es orgullo de pueblo. Es sentir que perteneces a una tierra y a una gente.

Si añades el recuerdo de la infancia, de haberles ido a coger después de los truenos, con las catiuscas puestas, cogido de la mano de la abuela o del padre y lo rematas con el recuerdo emotivo de haberlos comido en grupo, siempre en un entorno festivo, cuesta poco que te aflore el deseo de volver a la magdalena de Proust cada vez que te sientes lejos de casa. Cada rincón de mundo esconde sus tesoros alimentarios culturales que les hace sacar pecho delante de los "cursis" que no quieren comer, precisamente, por lo que llamamos «apriorismos culturales»: desde el cerebro del mono vive a tarántulas crujientes o larvas de hormiga.

Los caracoles son un bocato di cardinale reservado en los que ya están hartos y solo se contentan con golosinas

Estos manjares nunca han sido resultado del hambre o el desespero sino de todo el contrario: de la opulencia y el refinamiento. Si tienes hambre, antes comes un puñado de hojas, pillas unos huevos o te abalanzas contra un conejo, pero difícilmente haces todo el procedimiento de hacer ayunar los caracoles un par de semanas, hervirlos durante una hora y guisarlos con todo tipo de condimentos por un añico de carne tan remenudo, que nada atiborra. Son un bocato di cardinale reservado en los que ya están hartos y solo se contentan con golosinas. Es un alimento para disfrutar y no para hacer pasar el hambre. Y es común a todas las culturas.

Aunque me repito a menudo en estas líneas, la sorpresa y la pena es que el mismo individuo, que vuelve del largo y exótico viaje engorilado por haber sido capaz de comer carne de camello o escarabajos verdes fritos, se le encogen los bemoles delante de un plato de turmas, un pichón o unas crestas de gallo que no son solo delicias sino que son parte del legado de siglos de historia culinaria. Son la particularidad gastronómica de nuestra cultura, son coherentes con nuestro paisaje y nos harán añorar casa, porque solo los encontramos en casa. No tenemos que comer caracoles para epatar guiris, claro está que no, pero todos los argumentos son válidos para animarnos a comer porque todos estos alimentos que generan apriorismos culturales nos hacen diferentes, únicos y atractivos.

Los caracoles son la particularidad gastronómica de nuestra cultura, son coherentes con nuestro paisaje y nos harán añorar casa.

Valoradme los 20 caracoles de aquel domingo en Fontcoberta. Estoy muy orgullosa de haber transformado mi fobia en filia caracolera... Aunque todavía he superar otra fobia: los huevos de caracol, una delicadeza con precios desorbitados a la altura del Beluga reservada solo en paladares extracultivados que, es evidente, yo todavía no he alcanzado.