La sala del restaurante, que ahora reivindica su papel fundamental en la experiencia del comensal, no siempre ha necesitado levantar la mano y hacer notar su presencia e importancia: cuando los restaurantes eran espacios de lujo, de celebración, de dejarse ver, de disfrutar con viandas que no se cocinaban en los fogones domésticos, la sala era el escenario principal donde todo este contexto excelso sucedía. Como todo buen escenario, los actores iban vestidos con propiedad y el rol de cada uno estaba bien definido: el maître, con un buen traje, el anfitrión solícito; el sumiller, con el tastevin colgado del cuello como una medalla a los vastos conocimientos que compartiria con el comensal y los camareros, uniformados con justa elegancia sin reñir con la movilidad y agilidad imprescindible para realizar un servicio.

Profesionalidad y oficio en unos camareros que, a menudo aprendían bien jóvenes y lo desarrollaban con respeto hasta jubilarse. Un perfil que, exceptuando pocos restaurantes en activo, ya es motivo de estudio para estar en peligro de extinción. Los camareros, con su camisa planchada, sonrisa sempiterna y una servilleta doblada colgada de la muñeca han dado paso a generaciones de jóvenes que recurren a hacer de camareros y camareras para sacarse un sobresueldo mientras estudian, o mientras viajan, o hasta que se deciden qué hacer. La atención en las salas se ha desprofesionalizado y quien ahora trabaja, en una gran mayoría, no es por vocación. Falta pasión y, por descontado, profesión.

Pero estas rayas no versan sobre este fenómeno, realmente. Quieren hablar de los ángeles de la sala, de aquellos camareros que algunos y algunas todavía conservamos a la memoria, en formato estático o dinámico. Y concretamente, de uno de ellos. Un célebre anónimo, un profesional que no solo era camarero, pero dedicó decenios de su vida por pasión. Àngel Gavin, nacido en s'Agaró, ya no es entre nosotros desde el diciembre pasado, cumplidos 82 años.

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Àngel Gavin, al s'Adolitx de Sant Feliu de Guíxols / Foto cedida por Susi Alarcón

Prácticamente, toda su vida adulta estuvo vinculada a una bandeja, unos zapatos bien lustrados y una sonrisa uno pelo burlón, pero siempre respetuoso. En cuánto dejó la escuela, se dirigió a Barcelona porque quería aprender el oficio de camarero de los mejores, descartando ser cocinero como su padre (que estaba en la cocina del Sa Gavina): trabajó al 7 Portes, en el Hotel Colón y el desaparecido Guinea. Así se convertía alguien en profesional entonces: trabajando y aprendiendo de quién sabía más que uno mismo. Y Ángel quería hacer carrera.

Se enamoró de la Susi Alarcón y juntos decidieron establecerse en Sant Feliu de Guíxols. El Ángel que había vuelto al Empordà estaba refinado, motivado y perfectamente seguro de sí mismo. Primero, en el Hotel Montjoi de Sant Feliu de Guíxols, después al desaparecido S'Adolitx de la misma población, vestido como uno marinero, blanco inmaculado y con galones en la chaqueta y por último, a Les Panolles, en Santa Cristina d'Aro, al empezar la década de los 70 (sí, del siglo pasado) donde trabajó hasta estrenado el 2010 (del presente siglo).

Les Panolles forma parte del imaginario de muchos comensales nacionales y extranjeros, que encontraban en esta masía, Cal Musiqueta, que había reformado a la familia Pons para revolucionar la cocina popular de la mano del chef Francesc Bañeras, una extensión de un hogar agradable. Aquella masía de piedra era acogedora, sus comedores y salas, un laberinto de olores a conejo con caracoles, fricandó, tournedó y otras viandas cocinadas en el carbón en una primera época, y escribir un capítulo dentro de la cocina del Empordanet, más adelante. Pero el ángel de la sala era él, robusto, de mirada clara y alto, muy por encima de la media.

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Àngel Gavin (en la izquierda), con los compañeros Buixó i Auladell, en Les Panolles / Foto cedida por Susi Alarcón

Àngel Gavin tenía un don de gente inenarrable, un carisma genuino que atraía adultos y a niños y, con sus bromas, siempre en un tono apropiado, la comida era mejor. Él satisfacía al comensal en la misma medida que lo hacían los fantásticos platos que preparaba en Bañeras y su equipo. Esta dimensión humana todavía está presente en quien firma este artículo, rememorando tantos mediodías y noches en los que, de pequeña, al llegar a Les Panolles con los padres, corría a abrazar a Ángel y él, intuyendo mi carácter curioso y sociable, me pedía que lo ayudara a coger pedidos en las mesas y servir. Sin él ser consciente, se convertía en un pequeño héroe inspirador en el cual sería responsable de mi pasión por la gastronomía, que se convertiría, a su vez, en mi profesión. Este Ángel de la sala, lo que vela por una experiencia dedicando esfuerzo, empatía y simpatía, para que el comensal disfrute, se echa de menos.

En todos los sentidos. El Ángel sembró buenos sentimientos, mientras cantaba el clásico Rosó o bailaba con la sala vacía, dejando una huella de bondad. De la misma manera, y por alegría de los que disfrutamos comiendo en restaurantes, se empiezan a ver brotes verdes a las salas, las mismas sonrisas y la misma profesión que el Ángel, y todos los ángeles que atendían mesas con tanto oficio, regalaron a los comensales.