Cuando ella llegó y pidió una tortilla de calabacín con un quinto, tú todavía no sabías que temblaba. Fue en la tercera cita, que siempre es la cita definitiva para saber si aquello va hacia algun lado o sencillamente a una despedida con dos besos de cortesía y un '¡hasta otra!' que nunca se cumplirá. El amor es así de tramposo: la primera cita se basa en interpretar un guion ficticio de nosotros mismos, la segunda sirve para despojarse de superficialidad y la tercera permite dejar de ser un personaje para convertirse en una persona. Todo eso todavía no lo sabías aquella noche de diciembre, sin embargo, cuando quedasteis en el Bar Brusi de la calle Llibreteria sobre las siete y media de un día entre semana. Tampoco sabías que aquel antro casero, familiar y sencillo lleno de gente bebiendo vermú a granel, picando almendras saladas o comiendo bocadillos de toda la vida se convertiría en el escenario de un maravilloso punto y aparte vital, por eso tú no estabas nervioso cuando ella llegó y pidió una tapa, pero sí que empezaste a estarlo cuando pidió el segundo quinto y te diste cuenta de que querías beberte a su lado todas las cervezas que te quedan para beber a la vida.

Bar Brusi Barcelona Tortilla|Trucha
Tortillas, guisos de cazuela y otros manjares del Brusi que nunca habitarán al olvido.

Estabais sentados en la punta de la barra, en unos taburetes altos muy cerca de una señora mayor que cocinaba una cazuela de casquería con la dedicación de Miquel Ángel pintando la Capella Sixtina. "Es la señora Montserrat, la mestressa del bar," dijiste en voz baja. Lo sabías porque habías leído hacía años una contra de El Periódico donde explicaba que sus callos eran famosos en Polonia porque el cónsul polaco en Barcelona era un cliente habitual de la taberna. Hasta tres veces os preguntó si queríais una ración, con aquella insistencia de las abuelas cuando sirven una cucharada más de macarrones diciendo "come, niño, come, que tienes que crecer". Decirle no quiero a una cocinera de setenta-largos con delantal es un pecado que tendría que estar penado por el Tribunal Penal Internacional de la Haya, por lo tanto os partisteis los callos de Montserrat Sabadell con la certeza que aquel platillo con aquellos mismos callos y aquella misma receta ya se servía en aquella misma barra décadas atrás, cuando Porcioles era alcalde, cuando el Palau de la Generalitat que queda a dos pasos era la Diputación de Barcelona y cuando el Gòtic no era un barrio de turistas y para turistas, sino el meollo de una Barcelona que, a pesar de la ocupación de 1939, se había empeñado en no ser una ciudad provincial más de España.

Cuando todo eso pasaba, el Brusi ya estaba allí, y mucho antes que eso pasara y que el Brusi fuera el Bar Brusi, allí, en aquella misma barra donde dos solteros os mirabais sin saber que empezabais a estar enamorados, había estado la imprenta del Diario de Barcelona, fundado el año 1792 y denominado "El Brusi", el único diario del país que editó en catalán durante la ocupación napoleónica. El diario se llamaba así porque la familia propietaria se llamaba así, y fue un Brusi quien convirtió el espacio en un bar que a la década de los sesenta del siglo XX traspasó a los últimos propietarios, es decir, a la señora Montserrat que removía que removerás unos callos haciendo hervor. Por eso aquella cazoleta de tripa a la catalana contenía autenticidad, origen y delicadeza, es decir, la esencia de la verdad, que mirándolo bien es el elemento más importante a tener en cuenta cuando vas a una tercera cita con alguien.

Bar Brusi Barcelona Menu
La carta de bocadillos del Brusi, bella como un poema visual de Brossa.

Sin duda, de esencia iba sobrado el local, un bar posiblemente ordinario durante los primeros treinta años de su historia pero absolutamente extraordinario en las últimas décadas, ya que más que un bar, el Brusi era un oasis de pureza en una zona de Barcelona donde ya nada es puro. Entre heladerías modernas, pizzerías take-away, bares de empanadas argentinas y restaurantes donde en la carta nunca faltan poke-bowls, tatakis de no sé qué, ceviches y paellas congeladas, hacer una tapa de butifarra con champiñones y una copa de vino de alguna cooperativa de la Terra Alta era algo más contracultural que todos los artistas teóricamente transgresores y aparentemente contraculturales que llenan las salas del Moco Museum de la calle Montcada.

"El Brusi es la Barcelona popular resistiendo a la Barcelona que se olvida de su populacho", dijiste aquella noche cuándo con la segunda cerveza ya empezaste a ponerte estupendo. Lo que no imaginabas es que la persona que tenías sentada detrás y que te alertó de que te había caído el paquete de tabaco al suelo era, precisamente, un resistente dentro de la resistencia del Brusi. Sin imaginároslo, la mujer de tu vida y tu hacía media hora que compartíais barra de bar con Fredi Bentanachs, un mito del independentismo catalán combativo. Tú lo reconociste, le preguntaste si era él, le mostraste tus respetos y él, cordial y afable, te explicó que cada miércoles hacían un acto para los exiliados políticos en la plaça del Rei y después algunos militantes se dejaban caer al Brusi. "Nunca se tiene que olvidar de dónde venimos", te dijo. Te lo dijo porque el piso de encima del Bar Brusi, al lado del billar, fue cobijo de la resistencia durante los setenta, con reuniones clandestinas después de muchas carreras delante de los grises. "Aquí fue uno de los |sitios dónde gente como Martí Marcó, Elisenda Pineda o Fèlix Goñi empezamos a fundar Terra Lliure", te explicó mientras añorabas la Barcelona revolucionaria, eléctrica y combativa que el pujolismo cumbaià, cogido de la mano del maragallismo posmoderno, pretendió anestesiar.

Bar Brusi Barcelona Cierra
La barra del Brusi haciendo gala de un precioso horror vacui digno de un retablo barroco.

"Todo se lo quieren cargar, miserables, especuladores de vidas. Y, poco a poco, si no nos plantamos, despertaremos en la nada de una ciudad muerta con miles de zombis sin sueños, sin nada", te dijo el otro día Bentanachs, con quien has acabado teniendo una bonita amistad, cuándo le escribiste un whatsapp comentándole que el Brusi bajaba la persiana. El Bar Brusi ha cerrado, pero sois muchos los que lo conservaréis vivo en la memoria. También tú y la chica que una noche de hace cuatro años se pidió uno quinto temblando. Temblaba porque sabía que una tercera cita puede ser maravillosamente definitiva, y así fue. En esta ciudad muerta, cerca de la calle Llibreteria, dos años más tarde y con una pandemia en medio encontrasteis un piso de alquiler que no era prohibitivamente caro, dijisteis adiós al Penedès y fuisteis a vivir juntos a Ciutat Vella, de dónde tuvisteis que huir un año después, cansados de no dormir, de no poder saludar a nadie que os dijera 'bon dia' ' y de sentiros prisioneros de un parque temático.

El día de la segunda mudanza, a mitad del traslado y después de tres horas carreteando trastes, uno de los chicos de la empresa de mudanzas os preguntó donde se podía desayunar bien en la zona. "Un bar normal y para gente normal donde comer un bocadillo normal, no tonterías pijas para guiris", recuerdas que dijo. Le recomendasteis el Bar Brusi, evidentemente, ya que era el bar más normal de aquella Barcelona tan poco normal. Lo que aquel chico nunca supo, como tampoco debió sospechar la señora Montserrat aquella noche, es que el Brusi ya no era para tí un bar normal. Era el bar normal donde dos jóvenes de treinta años, un día, se dieron cuenta de que la magia del amor es el poder de convertir cosas tan normales como una tortilla de calabacín en el plato más especial que una historia de amor puede tener.