A los catalanes, aquella mítica frase clausura de la gran Casablanca "siempre nos quedará París", nunca nos ha impacientado. Para sacudirnos, para emocionarnos, o para hacernos reaccionar, el epílogo de cualquier película tendría que ser: "siempre nos quedarán los níscalos". Y es que, desde los ancestros de los ancestros, nuestra cultura está totalmente loca, enloquecida. Es una debilidad colectiva que nos genera todavía más sentimiento de arraigo y pertenencia que el uso de la ele geminada. La simple imagen de los puestos de mercado rebosantes de setas, los arroces melosos con trompetas de la muerte de los restaurantes y las tortillas jugosas de rebozuelos de las noches de diario, son sueños de escenas erótica-festivas de un nivel lúbricamente superior a la mantequilla de los tangos de París. Pero el placer de llenar el cesto en el mercado queda lejos del punto B (el punto sexi-seta), si lo comparamos con el orgásmico momento de encontrar un rebozuelo bajo un pino. Ir a buscar setas es el auténtico e imbatible deporte nacional del país.

El llamamiento de la seta es una obligación irrenunciable, una advertencia moral. Lo dejamos todo. Tanto da que tengamos una costilla fracturada o que suframos de piedras en el riñón. Tanto da que tengamos que hacer frente a responsabilidades ineludibles o que tengamos niños o abuelos bajo nuestra custodia. La resonancia de la seta puede llegar a provocar alteraciones del sistema nervioso y de la capacidad intelectual en el individuo que sufre el impacto. Incluso se han dado casos de variaciones en el estado de la materia. Personas que no responden al perfil de un romántico han sido capaces de proclamar, con un tono arrebatado, que su cesto "es encaramado de níscalos y mízcalos". La locura que genera ir a cazar setas es tal que hay quien casi solo disfruta de cogerlas para después tirarlas ante la posibilidad de que sean tóxicas, y pasar posteriormente por el supermercado para traer setas "seguras" a casa. Es, en estos casos, que estoy tentada a decirles que todas las setas se pueden comer, aunque sea solo una vez.

Esta es la parte entrañable de la historia. Pero parece que hay quien no lo considera ni romántico ni tradicional, sino que ordeña el bosque como si se tratara de una vaca de leche infinita. Y no con el objetivo de levitar, como si en vez de comerse el mízcalo a añicos se lo hubiera esnifado por las fundiciones en formato polvo, sino con la sucia intención de hacer negocio. Y eso sí que no. Estamos locos, pero somos honestos. El bosque es de todos. De manera que la suma de los espoliadores más la marabunta de buscadores de setas del domingo han generado la reacción del Ayuntamiento de Alins, en el Pallars, de hacer pagar una entrada simbólica de cinco euros por persona por un máximo de diez quilos de setas. Se han leído, se han oído y se han proferido protestas por todas partes. Esta es la razón de este artículo: el apoyo a la decisión de Alins porque queremos continuar festejando en los bosques cada otoño y queremos poder decir que, aunque el mundo se acaba, "siempre nos quedará un plato de níscalos".