¡En Semproniana estamos de cumpleaños, celebramos 30 años! Me pregunta uno de los clientes más fieles del restaurante qué cambios, tanto gastronómicos como de hábitos de los clientes, destacaría desde que encendí los fogones en 1993. Nos hemos reído tanto, intentando identificar estos cambios que os compartiré la conversación en el artículo de hoy. Nos hemos divertido y nos hemos enternecido porque, con el repaso en todo aquello que ya no tenemos, se nos ha despertado aquel sentimiento tan peligroso como gratificante: la nostalgia. Sin embargo, creedme, no todo tiempo pasado fue mejor.

Pescar clientes

De aquellas Páginas Amarillas que tenías que pagar un destacado si querías que alguien te localizara, a pagar un poquito en Google para que te ponga encima de todo del localizador. De hacer imprimir cajas de cerillas con el nombre del restaurante para que los fumadores (todo el mundo, por aquel entonces!) tuvieran el teléfono en el bolsillo de los pantalones, al imprescindible "abrir una página a Instagram"; con el quebradero de cabeza que tienes que actualizar cada día el coño de red social con el asado de perfil, que llega frío al cliente porque la foto no acababa de salir bien iluminada. Foto first!

De aquellas llamadas seductoras a los críticos gastronómicos de los diarios y, sobre todo, a la Guía del Ocio, el semanario con la cartelera de cine y teatro para no llegar tarde a las obras, en el DM en los influencers ("influs" tenemos que decir ahora si quieres estar in) detallando bien la contraprestación económica para que alabe tus croquetas.

Cenar a la hora de la merienda

De aquellas cenas a las 24 h (y no pensáis que era una excepción!), al estilo los Tres Reyes de Occidente –Springteen, Obama y Spielberg–, a tener que empezar a pensar en abrir la franja after work a las 19 h.

Y aquí un ruego: por favor, no volváis a ir tan tarde. Cenar más temprano es de gente civilizada, y permite al personal de casa conciliar un poco mejor el trabajo con la familia.

De aquel "no puedes cerrar hasta que el último cliente decide marcharse"; aquel servilismo injustificado, a un "si me lo permite, les paso la nota, que tenemos que cerrar", con bastantes garantías que no te lapidarán en Trip Advisor.

¿Qué he dicho? ¿Trip Advisor? ¡El ignominioso, el innumerable, el ogro del tenedor! Pero que tantas verdades nos ha dicho y que nos ha hecho reflexionar... Y mejorar. Tendríamos que estar agradecidos. Antes el cliente no volvía y nunca podías saber qué había pasado. Decir las cosas a la cara cuesta y el anonimato de la red lo facilita, aunque permite a los indeseables hacer gamberradas que estropean la utilidad de la herramienta democrática que nos permite saber dónde ir cuando visitamos ciudades en las que no conocemos a nadie, aparte de enterarnos de que los chicharrones de la coca estaban un pelo rancios.

Nos hemos divertido y nos hemos enternecido porque, con el repaso en todo aquello que ya no tenemos, se nos ha despertado aquel sentimiento tan peligroso como gratificante: la nostalgia

Sashimi con ceviche y tartar

De la queja de la cliente porque el pescado había quedado un poco agarrado en la espina, con lección culinaria de propina ("niña, lo habrías arreglado subiendo un poco el horno"!), a tener un espasmo orgásmico si, en el mismo plato, combinamos sashimi, ceviche y tartar.

De beatificar los canelones de la yaya, a romper el cordón umbilical y deslumbrarnos con las cocinas exóticas ensaladas con chía y shiracha, que si no te pones los audífonos bien puedes confundir con un chachachá de Machín

De buscar el mejor tomate como un Harrison Ford cualquiera buscando el arca perdida, a vaciar las arcas haciendo kilómetros para experimentar el aroma de "la salpicadura de agua deshidratada encapsulada de tomate esquizofrénico".

Pero también de menospreciar las albóndigas, en la urgencia de encontrar la vacuna contra la nostalgia antes no nos confundan con mortero para hacer paredes de tantas ensaladillas, tortilla de patatas, paellas y bravas que tapizamos en una semana.

Sobredosis de carrot cake

De estar obligado a comprar Amaretto di Saronno y tener que aprender a hacer el tiramisú perfecto, a apuntarte clases de inglés para poder decir con acento del Michigan profundo: lemon pie, cheesecake o carrot cake. Señores, que se dice "limón", "queso" y "zanahoria". ¡Zanahoria! ¡Qué cursilada es esta de tener que decir carrot cake!

El vaso

De preguntar si de aperitivo prefieren un Jerez, un Bitter o un Dry Martini con olivita rellena y palillo, a, sin tiempo de preguntar nada, poner en la boca del cliente una manguera conectada directamente al barril de cerveza o, todavía más efectivo, conectada a la fábrica de cerveza. ¡Qué desespero, por favor! ¡Parece que lleguen al restaurante después de atravesar el desierto de rodillas!

De tener los estantes del bar rebosantes de licores a tener que sacar cada semana el polvo en los coñacs, güisquis, grand pomier, Fra Angelicos, marco de cava y anís del Mono, sin haber vendido ni una gota.

Ceniceros en la buhardilla

De los encendedores marcados con el nombre del restaurante para encender puros e, incluso, pipas, a guardar los ceniceros a ya-no-recuerdo-qué-caja en la buhardilla. Y eso, señores, sí que no lo añoro. Nada.

Y para acabar este tipo de miscelánea de recuerdos, os regalo una propina. ¿Una propina? No os puedo dar, porque eso, las propinas, sí que se han acabado.