Como la mayoría de las ciudades con gran afluencia turística, gastronómicamente València es un campo de minas porque la restauración está más interesada en optimizar al máximo los beneficios en detrimento del oficio milenario que representan. Los males son los mismos que en Barcelona, Londres o Roma: cartas adocenadas en inglés, haciendo pasar siempre gato por liebre y a precios absurdos. De todos modos, no todo está perdido y si quieres comer bien en una de estas capitales con solera culinaria, te tienes que informar un poco y no entrar en el primer lugar que te encuentras. Con la ayuda inestimable del escritor Xavier Aliaga y del poeta Jaume Pérez Montaner, un martes cualquiera se pueden probar auténticas maravillas valencianas.
En el centro de la ciudad hay el restaurante Ferro y su menú fabuloso: por 19 € tienes unos entrantes de ensaladilla y sepia más que correctos, y de segundo un arroz de galeras de los que hacen escuela. La galera es un crustáceo humilde, el hermano pobre de las langostas y los bogavantes —y, sin embargo, ¡qué sabor! Qué cuerpo le da al plato, qué alegría. En el Ferro lo hacen verde, como tiene que ser, y de una gran sencillez, solo encuentras el arroz y la bestia: con el sabor concentrado en el grano, en cada bocado gana porque va reponiendo —siempre pasa con los arroces de categoría. Encima, con su elegancia subversiva y popular, las cuatro galeras que indican de dónde viene todo ello. ¡Y con un poco de cura, son bien buenas de limpiar!
Maria Monsonís, en su libro Mare mar, habla: «La galera siempre ha sido un marisco de pobres, de carne fina y sabor afrodisíaco. Tiene poca carne, pero un sabor que hace volar. A mí me encanta sentir el caparazón duro y complicado en la boca, me hace sentir el animal que soy. Es esta dificultad la que le ha quitado valor de mercado durante décadas; ahora, pero cada vez va más cara. Bien chafada, les da a los caldos, a los suquets y a los sofritos un valor indiscutible».
Por la noche, en una alegre esquina del barrio de Montolivet, está el restaurante JM (iniciales del hijo del propietario, como manda la tradición). La caña proemial nos la acompañan con un platillo de pescadito frito que ya pone de buen humor: un puñado de boquerones, tres o cuatro tenazas y un par de platijas crujientes. Ya a la mesa, del tendido de manduca de primera (mejillones, calamar, tomate con ventresca) destaca, como un milagro imprevisto, un esgarraet espectacular: ¡qué juego de manos extraordinario se han sacado de la manga para transformar unas simples tiras de pimiento rojo tostado y un poco de bacalao esqueixat en esta magia! ¿De dónde sale toda esta potencia, este humo untuoso, este jugo que pide a gritos una barra entera de pan? Sí que son buenas las gambas, las ostras y los langostinos, y tanto: ahora, a mí, dadme un buen esgarraet y un arroz de galeras, y os recito de arriba abajo el Llibre de meravelles del Estellés.