¡Hola hola gourmeters! Hay restaurantes que se hacen querer desde el primer sorbo. En una Barcelona donde las novedades gastronómicas aparecen y desaparecen con la misma velocidad que los stories de Instagram, cuesta encontrar un lugar que te sorprenda de verdad, que te haga sentir que estás descubriendo algo. En Tortuga, en la Gran Via 710, esto ocurre. Sin artificios ni pretensiones excesivas, este local ofrece cocina creativa, juguetona y honesta, que combina técnica e intuición. Y sí: es de esos sitios donde sales con la sensación de haber comido muy bien... y sin que te hayan vaciado el bolsillo.
El proyecto lleva la firma del chef Pedro González, un cocinero formado entre Barcelona y São Paulo, donde también dirige un restaurante hermano con el mismo nombre. Su propuesta es global, de mirada amplia y sin fronteras: platos con acento asiático, latino y mediterráneo conviven con naturalidad en una carta que parece diseñada para compartir, brindar y disfrutar sin prisa. Y antes de empezar a comer, un aviso: aquí los cócteles tienen protagonismo propio.
Un brindis antes del festín. Abrimos con un espresso martini que llega frío y sedoso, con la dosis justa de café y dulzor, y un amaretto sour espectacular: equilibrado, con aquel punto de acidez de la lima y la textura amable que da la aquafaba.
El viaje arranca con unas bolas de tapioca con queso de Mahón y salsa de guindilla. La tapioca —obtenida de la yuca o mandioca, muy común en Brasil y el sudeste asiático— se convierte en un bocado crujiente y ligero, que funde el corazón elástico del queso y despierta el paladar con el punto picante de la guindilla. Es un snack de aquellos que podrían crear adicción: divertido, caliente, sabroso y equilibrado.

Una ensalada que te hará soñar
Después llega una panceta de cerdo de esas que hacen cerrar los ojos. Es tiernísima, melosa, con una capa externa ligeramente crujiente. El plato juega con contrastes: el pan bao frito —sorprendentemente crujiente por fuera y esponjoso por dentro—, una base de puré de manzana que aporta dulzor y frescor, y un chili rojo encima que, a pesar de su apariencia, no pica. Es un plato generoso, de esos que piden pan (aunque sea metafórico), y que resume muy bien la filosofía del restaurante: sabor potente y placer inmediato.
La siguiente parada es el pollo frito estilo japonés o coreano. En Asia, el pollo frito es casi una religión, y aquí se entiende por qué: carne tiernísima, rebozado fino y crujiente, y un kimchi blanco que le da un contrapunto de frescura. El kimchi, por cierto, es una preparación coreana de col o verduras fermentadas con especias; en su versión “blanca”, sin picante, el resultado es más suave, pero mantiene el toque ácido. El conjunto es equilibrado y delicioso.

Las vieiras con vinagre y salsa de setas son un ejercicio de sutileza. Aquí no hay fuegos artificiales, sino respeto por el producto y una cocción precisa que mantiene la dulzura natural del marisco. El vinagre aporta un toque de tensión, y la salsa de setas, profunda y terrosa, redondea el conjunto. Es un plato para comer lentamente, para apreciar cómo cada ingrediente encuentra su lugar.
Una pasta que ya querrían hacer muchos italianos
Y llega la joya de la corona: una pasta con pescado que, si la compartes, probablemente te arrepentirás de haberlo hecho. La salsa —hecha con mantequilla y soja— es puro umami. Encima, huevas de salmón y de pez volador, que explotan en la boca y convierten cada bocado en una pequeña fiesta sensorial. Las más pequeñas se mezclan con la pasta y le dan una textura crujiente, mientras que las grandes estallan con sabor salino. Es un plato que, además de muy bueno, es muy divertido.

Finalmente, llegan los postres: Dulces sueños, una creación del chef. Se presenta como una composición casi escultórica: esponja de almendra, mousse de chocolate, caramelo de miso, helado de pistacho y una tuile de miel que brilla como una pieza de vidrio. Dulce, salado, untuoso y crujiente, es un final perfecto para un menú que no ha tenido ni un solo paso en falso. De esos postres que se recuerdan, porque cierran con elegancia y te dejan con ganas de volver.
El Tortuga es, en definitiva, un restaurante que consigue aquello que muchos buscan y pocos encuentran: sorprender sin complicar, ofrecer cocina de autor sin perder naturalidad y, sobre todo, hacerte sentir que cada euro ha valido la pena. Y no lo olvidéis, la relación calidad-precio es excepcional. ¡Hasta pronto gourmeters!