Tal día como hoy del año 1759, hace 260 años, llegaba a Madrid Carlos de Borbón-Farnesio, que el 10 de agosto anterior había sido proclamado rey de España por la muerte sin descendencia de su hermanastro Fernando VI. Carlos de Borbón-Farnesio era el hijo primogénito de Felipe V y de su segunda esposa Isabel Farnesio; y desde 1734 (después de la conquista borbónica del sur de Italia, que había implicado la violación del Tratado de Utrecht de 1713) era rey de Nápoles. Cuando murió Fernando VI (hijo de Felipe V y de su primera esposa Gabriela de Saboya) y el Consejo de Castilla lo nombró rey de España, abandonó el trono napolitano en favor de su primogénito Fernando I (continuador de la estirpe Borbón-Dos Sicilias) y se trasladó a España para reinar como Carlos III.

Durante su reinado superaría ampliamente a su padre Felipe V en la publicación de decretos de prohibición del uso de la lengua catalana: en 1768 promulgó una Real Cédula prohibiendo —definitivamente— la enseñanza del catalán en las escuelas de primeras letras, latinitidad y retórica; el uso del catalán en cualquier ámbito de la administración de justicia y de las curias diocesanas. Acto seguido, creó un cuerpo de inspectores que se movían por Catalunya sancionando duramente a los infractores de la Real Cédula. En aquella época, más del 90% de la población de Catalunya no tenía competencia en el uso de la lengua castellana; y aquellas inspecciones se convirtieron en una oleada de terror. Las fuentes revelan un decremento formidable en la instrucción de causas judiciales en Catalunya.

No satisfecho con eso, en 1772, promulgaba otra Real Cédula que obligaba a todos los industriales, comerciantes y tenderos catalanes, valencianos y mallorquines, a redactar los libros de contabilidad en castellano, amenazándoles con que el incumplimiento de aquella ley comportaría la aplicación de durísimas sanciones económicas, que de forma reiterada podían acabar con prisión. Aquellas leyes persecutorias se promulgarían en un especial contexto político: Carlos III intentaba atraer a su favor las oligarquías nobiliarias castellanas, que se le habían rebelado en 1760 —durante el gobierno del ministro Schillace— por un pretendido conflicto de sombreros. Aranda, el sucesor de Schillace, sería el promotor de aquellas medidas, y se haría tristemente célebre por haber ordenado la deforestación de los Monegros, hasta entonces el bosque de encinas más grande de Europa.