Tal día como hoy del año 1813, hace 210 años, las tropas francesas acuarteladas en Tarragona desde el 29 de junio de 1811 iniciaban el repliegue hacia Barcelona y abandonaban la ciudad. Aquellas tropas estaban alojadas en la ciudad en virtud de los Acuerdos de Bayona (6 y 8 de mayo de 1808). En aquellos acuerdos, que la historiografía nacionalista española denomina "Abdicaciones", los reyes Carlos IV y Fernando VII se vendieron la corona española a Napoleón, que nombraría a su hermano mayor José como nuevo rey de España. No obstante, Napoleón separó Catalunya del lote, y la incorporó al Primer Imperio francés, como una región más.

El 4 de mayo de 1811, el arzobispo Romualdo Mon Velarde y el comandante de la plaza Luis Gonzalez-Torres, marqués de Campoverde, habían llamado a la rebelión contra el legítimo régimen bonapartista y habían obligado a la población de la ciudad a recluirse en el interior de las murallas. El propio arzobispo había pagado a un grupo de forasteros, que, con el uso de la violencia, habían silenciado la oposición ciudadana a esta medida extrema. Cuando, al día siguiente, el mariscal Suchet se presentó ante los muros de la ciudad (5 de mayo de 1808), el arzobispo y el comandante huyeron por las galerías subterráneas que permitían salir a extramuros y abandonaron a la población a su suerte.

El asedio y asalto de Tarragona fue una carnicería. Murieron 7.000 personas, de una población de 10.000 habitantes, y el ejército francés se acuarteló en la ciudad durante dos años. Pero a mediados de 1813, las continuas derrotas que sufría el ejército francés en los campos de batalla europeos obligarían a Napoleón a movilizar los recursos de las regiones pacificadas. Y en ese contexto, las tropas acuarteladas en Tarragona salieron, previsiblemente para no volver, pero no sin minar antes los edificios más importantes de la ciudad. En concreto, colocaron 23 minas en los palacios de Pilats (residencia real), del Patriarca (residencia arzobispal), en la Catedral y en varios baluartes de la muralla.

Aquellas explosiones provocaron el hundimiento de los edificios minados y de muchas casas particulares situadas en sus alrededores. Así, por ejemplo, la voladura del Palau del Patriarca provocó el hundimiento total de aquella histórica residencia arzobispal (que nunca se reconstruiría) y de casi todos los edificios de la parte norte de la calle de las Coques. De todos los edificios que habían previsto hacer volar, solo se salvaron el Palau de Pilat (parcialmente) y la Catedral. La sede tarraconense no sucumbió a las minas francesas porque, en el último minuto, el canónigo Huyà consiguió convencer al capitán encargado de prender la mecha de que no hiciera explotar el histórico templo.