Tal día como hoy, hace 709 años, el rey Jaime II firmaba el decreto de disolución de la Orden del Temple en los dominios catalanoaragoneses. Los templarios se habían convertido en un poderoso Estado dentro del Estado y su fuerza era comparable a la de los estamentos más poderosos del régimen feudal: la casa real de los Berenguer-Aragó, la Iglesia o las grandes casas nobiliarias de los Montcada, de los Cardona o de los Entença. A la fuerza de las armas sumaban un extenso patrimonio -conseguido en las guerras peninsulares-, y una potente red de fortalezas en el Mediterráneo que había marcado el camino de expansión comercial de la burguesía mercantil barcelonesa.

Los templarios habían llegado a Catalunya -un siglo y medio antes- de la mano del conde Ramón Bereguer IV. El espíritu guerrero de la nobleza europea se había imbuido de la épica de las Cruzadas en Palestina. Y el Pontificado, al otorgar categoría de cruzada a la expansión peninsular cristiana, estimuló el crecimiento de este fenómeno. En los territorios de la Corona catalano-aragonesa, la Orden del Temple, acumuló dominios -Comandes- con una superficie total equivalente al territorio de las actuales comarcas de Girona. Y reunieron un gran tesoro -el más cuantioso del Estado- que utilizaban para conceder préstamos a la monarquía y a las principales casas nobiliarias de la Corona.

Jaime II, siguiendo la propuesta de Ramon Llull, había intentado reunir todas las órdenes militares del Mediterráneo occidental bajo su autoridad. Una iniciativa que encontró la oposición frontal de la monarquía francesa, que pretendía lo mismo. Este conflicto precipitó la caída de los templarios. En la Corona catalanoaragonesa -a diferencia de lo que sucedió en Francia-, no fueron ni encarcelados, ni torturados, ni condenados. La alianza que habían tejido con la burguesía mercantil barcelonesa fue decisiva para salvarles la vida. Sus propiedades fueron transferidas a la Orden de San Juan del Hospital, -controlada por la monarquía. Pero su tesoro no ha sido nunca encontrado.