Pues parece que sí. La policía patriótica tantas veces situada detrás de operaciones contra Catalunya no solo existía, sino que está vivita y coleando. Eso el independentismo catalán ya lo sabía, al menos, desde 2012. Ahora también lo sabe y lo padece el gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, según acaba de dejar escrito este miércoles en las actas del pleno del Congreso de los Diputados el mismo presidente del gobierno español. Las denominadas cloacas del estado que tantos servicios han llevado a cabo en aras a una defensa al precio que sea de la unidad de España se han acabado convirtiendo en un problema y en un monstruo con vida propia. Es casi de justicia poética oír a Pedro Sánchez explicando desde la tribuna de oradores que la ofensiva de la derecha y del deep state que está sufriendo su gobierno por parte de algunas estructuras de la Guardia Civil, que mantienen un pulso con el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, se deben a que es el miembro del Ejecutivo que está luchando para desmontar la denominada policía patriótica. 

No habría que añadir nada más, sino lamentar el tiempo perdido para llegar a este final sino fuera por el enorme daño realizado y las vidas personales y políticas truncadas por el camino. Todo en nombre del Estado, dentro o fuera de la ley. Esa parece haber sido, en la práctica, la máxima de los años negros del ministerio del Interior cuyo germen hoy aún no ha sido extirpado. ¿Qué sucede ahora? Muy fácil: que los ministros se sienten acosados por causas judiciales que se sabe como empiezan —entre risas y dándoles escasa importancia— pero que no se sabe como acaban. La gestión del coronavirus y la manifestación del 8-M en Madrid es aún un melón que se está abriendo en los juzgados de Madrid pero que no tiene buena pinta. Aparte hay otras causas presentadas en otros juzgados de las que ya iremos oyendo hablar. En Catalunya hemos visto cosas imposibles como que los Jordis fueran condenados a nueve años de cárcel y lleven casi 1.000 días en prisión. No hicieron nada para merecer este castigo pero allí siguen, en la prisión de Lledoners. Conclusión: todo puede acabar pasando.

La política española ha puesto la directa mientras Sánchez e Iglesias comprueban que tener el gobierno es una cosa muy diferente a tener el poder. Aznar fue, quizás, el último presidente que tuvo ambas cosas y Zapatero, Rajoy y Sánchez son claramente de otra liga. Mientras una parte del Gobierno está en el pulso para desmontar la policía patriótica y otra está en quedar lo más lejos posible de las consecuencias judiciales que pueda haber de la gestión de la pandemia, está el caso Dina que protagoniza la ex asesora de Pablo Iglesias y que puede poner contra las cuerdas al vicepresidente. El asunto está en manos del juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón y en un tiempo razonable subirá al Tribunal Supremo, que será el que tenga que pedir al Congreso de los Diputados que conceda el suplicatorio.

Todos los hilos juntitos para desplazar la política fuera de su parcela habitual, que acaba siendo el Gobierno y el Congreso de los Diputados. Si a ello añadimos la crisis económica y los errores cometidos, que no son pocos, el otoño del ejecutivo Sánchez no se presenta fácil. Y eso que no hay día que el presidente no haga una pirueta, convencido de que tiene tantas vidas que nunca se le van a acabar.

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