El anuncio presentado este jueves por el PSC, Esquerra, Junts y los comunes en el Parlament ―con una foto sonriente de los promotores incluida― para la reforma de la ley del catalán y que, en palabras y letras suyas, pretende sortear la imposición del TSJC de aplicar el 25% del castellano en las aulas de Catalunya es intranquilizador y preocupante. Reúne, ciertamente, un consenso parlamentario amplio, algo que le asegura una gran transversalidad, pero el acuerdo está hecho desde una posición política tan y tan a la baja en términos de defensa del catalán como lengua vehicular del sistema educativo, que enciende inmediatamente las alarmas para el modelo de escuela catalana y el futuro de la inmersión en una proporción no menor a lo que fue la sentencia del TSJC. Es más: lejos de sortear el 25% obligatorio en castellano acaba abriendo una puerta de entrada a un porcentaje que bien puede acabar siendo muy y muy superior.

Como tenemos que dar por sentado ―porque lo contrario sería enormemente grave y más vale no planteárselo― pensar que ese no es el objetivo de, al menos, dos de los cuatro grupos firmantes y que la finalidad es proteger, como se ha dicho por activa y por pasiva, la escuela catalana, habrá que enmendar lo que se ha presentado en el Parlament y dejar de lado la opacidad con la que se ha elaborado. También, abandonar atajos para ahorrarse consensuarlo con entidades que algo tienen que decir, como Plataforma per la Llengua, la ANC y Òmnium Cultural, por citar a tres de ellas. Y, sobre todo, no defraudar a los que siguen defendiendo que el catalán es el nervio de la nación y no puede ser objeto de una transacción política como si fuera una competencia más. El filibusterismo parlamentario no puede servir para dar gato por liebre y no puede sostenerse que es lo mismo que el catalán sea la lengua vehicular en la educación que, como se dice ahora, con el nuevo redactado, "garantizar el dominio de las lenguas oficiales con el catalán como centro de gravedad". 

Una modificación tan trascendente de una ley como la de Política Lingüística 1/1998 ―tenía, por tanto 24 años de vigencia― que viene forzada por la aberrante sentencia del TSJC ―¿desde cuándo los porcentajes educativos se deciden en un estado democrático en los tribunales?―, que tanto revuelo ha causado en la comunidad educativa y que tanta preocupación ha despertado entre la ciudadanía, no podía abordarse como se ha hecho. Ha sido una manera de meterse innecesariamente en la boca del lobo. Que, además, el momento utilizado haya sido el día después de las manifestaciones en defensa de la escuela catalana, que los dos partidos independentistas en el Govern avalaron, no deja de ser un contrasentido con lo que han hecho este jueves en el Parlament.

La manera como, a última hora de la noche, Junts corregía el tiro respecto a la satisfacción de la mañana ―ERC ha visto en ello un intento de "dinamitar" el acuerdo― viene a reflejar que el error cometido horas antes no era menor. Y que el enfado de Waterloo había llegado nítidamente a su destino. Ni leyeron la oposición de muchos anunciada con anterioridad ni vieron la dimensión de la oscuridad del túnel en el que iban a entrar. Y eso, en política, acaba causando siempre problemas. Veremos qué acaba pasando ahora después de un inicio parlamentario decepcionante y, sobre todo, enormemente arriesgado, con un estado enfrente al que la ley del Parlament le puede acabar dejando, aunque esta no sea su intención, un carril demasiado amplio por el que poder circular. Y si algo hemos aprendido es que al catalán le tienen ganas.