Con The Cult, dos más dos nunca son cuatro. Siempre, por extraño que parezca, puede salir otro resultado. Las personalidades tan complejas de Ian Astbury y Billy Duffy lo propician. Ya sea cuando entran a grabar en un estudio (todos sus discos son distintos entre sí) o cuando suben a un escenario. Y aquí, en ese terreno, puedes esperarte cualquier cosa. Que la cosa funcione depende de muchos factores: de cómo estén alineados los astros y, sobre todo, de si ese día ha habido algún tipo de comunicación entre cantante y guitarrista. Durante años han tenido sus altibajos, pero como ese matrimonio que lleva más de cuarenta años juntos, saben de qué pie cojea el otro. Y aunque les pidas que se besen y se abracen apasionadamente como cuando eran jóvenes, con una sola mirada ya pueden adivinar cómo irá la jornada y qué manías y fobias van a tener que gestionar.

The Cult tiene algo muy seductor que los hace únicos: no se han casado con ningún estilo ni ninguna moda

Desde sus inicios a mediados de los ochenta, con ese post-punk de aires góticos (para algunos Love sigue siendo su obra más valorada), pasando por la conexión con el productor Rick Rubin y el resultado inmejorable: Electric. Aquello les abría las puertas a un sonido más directo, con esa imagen medio cherokee que acentuarían aún más en Ceremony y con himnos imborrables (esa tríada inicial con Wild Flower, Peace Dog y Lil’ Devil es de las que marcan época). Es la semilla neoyorquina que acabaría cristalizando, dos años después, en la que probablemente sea su obra más redonda: Sonic Temple, con un aire más hollywoodiense. Una banda en estado de gracia, con el viento a favor, videoclips que se colaban en la MTV y una imagen incontestable (la portada del disco lo decía todo).

Después vino una sucesión de álbumes que los llevó a explorar muchos territorios (el homónimo de la cabra —aunque en realidad era una oveja— de 1994, con ese barniz electrónico, era una delicia), algunos baches inevitables y ver a Astbury en la piel de Jim Morrison. Hasta llegar a hoy sin demasiados arañazos ni heridas profundas, con discos de bonita factura, como Hidden City con Bob Rock a los mandos (esa Deeply Ordered Chaos, tan zeppeliana, era la brújula de esa colección), o el desértico y espiritual Under the Midnight Sun (el punto de partida). Por eso explica Astbury, que no es alguien que mire mucho al pasado: le aburre (está obsesionado con la pintura de Pablo Picasso y la literatura de William Burroughs). Y quizá esa es la razón por la que siguen tan vigentes: aún cuidan su presente, también en su versión enlatada.

La sensación con sus directos es la de quedarse a medias: casi nunca la experiencia es del todo completa

Puede salir cara o puede salir cruz

Aunque con ellos ya se sabe: esa moneda que vuela puede caer cara o cruz. Es más, la sensación con sus directos suele ser la de quedarse a medias: casi nunca la experiencia es plenamente satisfactoria (quienes estuvieron en 2023 en Razzmatazz, parece que sí la disfrutaron). Y esta vez en el Poble Espanyol, igual. Para empezar, no interactúan entre ellos en absoluto: podrían tocar cada uno por su cuenta en una jaula y no pasaría nada. No se echarían de menos. Por suerte, la banda suena compacta. Por ese lado, ninguna pega. Aunque, ciertamente, lo que le falta es alma. Con Wild Flower, una sensación extraña: el pulso llega con menos fuerza que en otras, no tan populares. Ha perdido parte de su pegada primigenia. En cambio, Edie (Ciao Baby) sí que mantiene ese espíritu. Se la creen más (y mejor).

A The Cult los salva un Ian Astbury con muy buena voz y actitud adecuada

A The Cult los salva Ian Astbury, que goza de una voz en muy buen estado (mientras juega con maracas y pandereta) y una actitud adecuada (sus movimientos son los de un boxeador y un experto en artes marciales), pero por lo demás —ni siquiera luce mucho un batería del caché de Joey Tempesta—, nada. Gracias a Rain y She Sells Sanctuary, se constata que el material anterior a Electric aún cala hondo (puede que sus seguidores más fieles sean los de aquel período). Y con los bises, ahora sí, Billy Duffy se activa (más allá de lucir durante toda la noche su variado arsenal de guitarras), en Fire Woman (con esa famosa pose) y una Love Removal Machine que dedica a Pep Guardiola (sí, el actual entrenador del Manchester City y leyenda culé: ellos son fans incondicionales de los Citizens). Y, por primera vez, un gesto señalando a Ian y la motivación para marcarse un solo, este sí, con garra y honor rockero. En la despedida, Ian soltó un “Hasta la victoria siempre” de Che Guevara. Luego se sentó en posición meditativa mientras sonaba por megafonía el Sacco and Vanzetti de Ennio Morricone y Joan Baez, sin que quedara muy claro el sentido o la intención. Cosas de Astbury, en otra noche de desencuentros. Y aun así, la próxima vez volveremos a caer: mientras hay vida, hay esperanza. Incluso con The Cult de por medio.