Una dona no mor mai, la tercera novel·la de la periodista Elisa Beni (Logronyo, 1964), és un homenatge a les vides que van transcórrer en el fons en blanc i negre del franquisme, especialment les dones les veus de les quals la dictadura va ofegar més que qualssevol altres. El paper no resolt de les veus femenines en la societat. Dones que segueixen vives en les seves filles i en les seves netes, perquè... una dona no mor mai.

La novel·la es desenvolupa en dos temps per tramar les històries de Lara i de Maixabel, dues dones d'èpoques diferents unides per un mateix lloc: un pis a Madrid que guarda els secrets d'ambdues. Lara, des d'un Madrid frenètic i prepandèmic, busca explicacions sobre la vida de la dona que va morir al pis que acaba de comprar i que va ser trobada momificada deu anys més tard. Buscant sentit a aquesta existència tan aparentment plena de solitud, persegueix les claus del seu propi futur. En aquesta investigació obsessionada descobrirà el corrent profund que uneix el destí de les dones de totes les èpoques.

9788418417306

Elisa Beni és autora de les novel·les Peaje de libertad i Pisa mi corazón, i dels assajos La soledad del jugador i La justicia sometida. Com a periodista ha treballat a Diario16 i Cadena SER entre d'altres. Va ser la directora més jove d'un diari espanyol. Col·labora a Julia en la onda de Onda Cero, a Más vale tarde, La Sexta Noche o Tot és mou, en TV3. Escriu una columna setmanal a eldiario.es i a ElNacional.cat. Aquest avanç és el primer capítol de la novel·la.

***

1

La pesada opresión de no saber

Lara, 2019

Estampar una firma puede equivaler a trazar una senda para llegar a tu exacto lugar. Aquel notario no me lo dijo.

Yo quería iniciar una nueva etapa, sin más, pero nada sucedió como lo había previsto. Fueron las sordas corrientes de la vida las que me llevaron hasta donde, sin saberlo, debí haber soñado.

Esta es la crónica de ese sinuoso y enrevesado camino. Una casa nueva fue mi fórmula para recomenzar. La asemejaba a un puerto donde atracar mis zozobras y acabó siendo una escala de paso hacia mi verdadera vida. Nunca acabamos de sorprendernos mientras aún respiramos por que la última sorpresa siempre es el rostro inesperado de nuestra propia muerte.

Pero todo empezó como un derroche de alegría de vi vir. Me había costado un esfuerzo hercúleo encontrar no solo un lugar adecuado, sino, y no era cosa menor, asumir la incertidumbre y el riesgo de crearme una obligación de pago que me producía verdadero pavor. Los tiempos de la hipoteca alegre habían desaparecido. Los sueldos se habían atrofiado. Las ilusiones no habían muerto, a pesar de ello, en ninguno de nosotros.

Tuve un golpe de suerte, yo que no creo en el destino.

Después de patear durante meses, soportando la vuelta a la convivencia con mis padres, tras una pareja más que se iba al traste, logré dar con un lugar que reunía todas las características que para mí eran importantes. Yo quería reiniciar mi vida y eso precisaba de mucha parafernalia.

Encontré un piso en un buen barrio de Madrid, en una ancha avenida, de esas que tienen tantos carriles que encogen el corazón de los provincianos. Procedía de una herencia y los herederos eran varios. Estaban deseando vender cuanto antes para convertir lo que era un incordio en dinero contante y sonante. Aun así, habían tomado la decisión de darle un lavado de cara lo suficientemente profundo como para que encandilara y sacarle lo que necesitaban para repartirse una cifra redonda.

Esta era mi explicación, pero lo cierto es que en mi entorno no fueron pocos los que creyeron ver gato encerrado en un precio de venta que resultaba muy aquilatado para lo que venía siendo la escabechina inmobiliaria de la gran capital. Nunca he sentido devoción por las teorías de la conspiración, y tampoco me apeteció hacerles caso. No había nada raro. Habían heredado una casa y tenían ganas de quitársela de en medio pronto. La crisis había remansado mucho el mercado, así que no había nada más lógico que poner un precio razonable para asegurarse la venta rápida.

Mis padres arrugaron ligeramente la nariz. No por el piso, que les parecía muy adecuado y muy bien situado, sino porque lo veían demasiado barato. ¡A eso habíamos llegado! Mis compañeros del periódico me recordaban a cada instante que las cosas estaban muy malas y que no era buena idea endeudarme tanto yo sola. Le daban una entonación especial a «tú sola», con un mercado de trabajo tan cerrado y con una inestabilidad de las plantillas tan grande.

Me tiré de golpe, como para no sentir el frío. Firmé la hipoteca, embalé mis cosas y me planté en el hogar de la nueva Lara. Una Lara que solo yo iba a construir, o más bien a reconstruir, porque no estaba segura de bajo cuántas capas se había ocultado la mujer que yo creía ser y que otros se habían encargado de remodelar. Yo no sabía nada de ella ni podía sentirla. Solo estaba extasiada con mi recién estrenada independencia y con mi soledad.

Me llevó varios días dejar de tener cajas a la vista y libros y cachivaches varios apareciendo por cada rincón, pero fui feliz. Era la primera mudanza en la que todo dependía de mis propias decisiones. Hallaba un placer especial en cada una de ellas, por más baladí que fuera. Colocar en un lugar un sillón o determinar la pared en la que colgaría los cuadros. Sin nadie, es decir, sin un hombre que tuviera una opinión mejor que hacer valer siempre. Sin tener que recurrir a una transigencia o, aún peor, a una claudicación.

No vi a nadie en todo ese tiempo. A mis propias amistades o familiares, porque así lo decidí, pero tampoco me crucé con ningún vecino en las innumerables ocasiones en las que tuve que bajar a la ferretería o a otras tiendas a comprar todas esas pequeñas cosas que son necesarias cuando intentas convertir en habitable una casa y, sobre todo, para transformar esta en un hogar. Era un hogar lo que yo ansiaba. Era mi hogar lo que quería construir. Tampoco entonces me extrañó. Conocía lo suficiente la ciudad para saber que, incluso dentro del agradable sentimiento de barrio del que los madrileños gustábamos de presumir, lo que todos apreciábamos con más intensidad era esa sen sación de anonimato que te permite ser tú en completa libertad —sin ojos escrutadores en las mirillas, sin controles de horarios ni de costumbres, sin familiaridades excesivas— y que eres muy libre de romper o no.

Además, yo estaba haciendo aquello para estar sola o, por ser más precisa, para conseguir vivir conmigo misma. Era una suerte de alienación no haber tenido un espacio completamente mío nunca cuando ya estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. No debe extrañar a nadie, pues, que esos tres primeros días completamente sola me hicieran sentir en muy buena compañía y que ni por asomo echara en falta un encuentro casual o una conversación de ascensor.

Nada de eso significa que sea una misántropa. Ya tenía decidido que daría una fiesta de inauguración para los compañeros y los amigos cuando todo estuviera más o menos en su lugar, porque quería compartir mi nueva génesis pero también, y no voy a negarlo, porque quería que vieran que ninguno de sus augurios era cierto y que no había gato encerrado en aquel lugar que yo había elegido para intentar ser feliz.

Cuando volví tras los días de permiso que había solicitado para mudarme, hasta mis colegas más próximos se mostraron más bien tibios con respecto a un cambio que era también un sueño de muchos de ellos. No pensé que fuera por envidia. Creo que le achacamos demasiadas cosas a ese pecado capital. Simplemente entra dentro de la naturaleza humana no ser capaces de regocijarnos totalmente de las venturas que a otros les suceden si son las que nosotros también añoramos en vano. Esa máxima solo se rompe cuando el maná de la vida se derrama sobre la persona que amas. No es solo por el amor, sino también por lo que de esa ventura nos toca, porque podemos considerarla de alguna manera como propia. Y eso mismo pasa con los hijos. Es tanto el sufrimiento que nos augura cualquier mal paso que es muy sencillo sentir y expresar una auténtica felicidad cuando algo bueno les acaece. Han salido de nuestras entrañas y creemos que sus éxitos también. En los demás casos, es muy difícil. Así que me libré muy mucho de juzgarlos y me atuve a esa máxima de sabiduría interior que te dice que cuando la vida te va muy bien, incluso demasiado bien, es mejor ponerles sordina a tus expansiones. Estaba demasiado cerca de comprobarlo de nuevo.

Ir andando del trabajo a casa era simplemente una gozada. Podía ir a comer y regresar por la tarde de nuevo. El que conozca un lujo mayor que ese en una metrópoli que levante el dedo. Olvidarse de arrojar la vida por las ventanillas de un Cercanías o por el boquete negro del metro, olvidarse de malgastar las horas encerrado en una prisión de chapa y plástico con el único vaivén de un pie desplazándose del acelerador al freno.

Lo disfruté.

Lo disfruté aún un poco más de tiempo en solitario y, cuando ya comenzó a ser una agradable rutina, me acerqué al rincón de los diseñadores y le pedí a Dani que me ayudara a hacer una invitación sencilla pero rompedora para una fiesta de viernes en mi piso.

Inicialmente no recuerdo haber tenido ninguna duda respecto a quiénes serían los llamados a conocer mi hogar, pero aquello fue enloqueciendo como enloquecen las sociedades ante el temor de una pandemia que se expande y a la que los epidemiólogos intentan poner cerco. Las sugerencias de mis amigos y compañeros más próximos se empezaron a desmadrar. «¿Y al jefe de Cierre no lo vas a invitar? Mira que es muy pejiguero y que llevarse mal con él es un infierno en la tierra. Por uno más, te cubres», me decían, y me hacían la misma reflexión ora con uno, ora con otra. Hubiera parecido que me había mudado a la casa de Sorolla y no a un modesto apartamento que solo compartía con ella código postal. Bajo ningún concepto quería que me devastaran lo que me había costado meses crear y jamás hubiera creído que lo que se iba a saquear fuera de una índole más intangible.

La disyuntiva final llegó cuando se puso sobre la mesa el nombre de Cristina Gasteizgogeaskoa, la Askoa, un ser infame, una cotorra infecta, un bicho de la peor especie, ignorante, pretenciosa, envidiosa, autoritaria, con un punto de agresividad que ella transforma en sarcasmo, ególatra y, como luego comprobé, vengativa y rencorosa. Tal es el tenor del personaje que mis colegas se habían empeñado en convencerme para que invitara.

—No puedes no invitar a la Askoa. No es buena idea. En cuanto se entere de que hay una fiesta, y se va a ente rar, y de que la has excluido, siendo como es compañera  de sección, la vas a convertir en una bomba de relojería que no sabes ni cuándo ni dónde estallará. Te vas a poner un dogal al cuello. Puede que pasen meses, incluso años, y algún día descubras que te han hecho una jugarreta con el jefe, que te han robado a un hombre al pie del juzgado o que antes de irte a otro curro alguien te ha reventado la plaza con vete tú a saber qué murmuraciones. Se puede transformar en tu peor hater en las redes sin que llegues a saber nunca que se trata de ella. Puede acosarte, hacerte tener miedo, embarrarte el campo. No, Lara, no puedes dejar fuera a la Askoa, es una puta locura —me dijo Blanca, la más bondadosa de todos los periodistas de aquella redacción, un mirlo blanco, una excepción, tal vez porque estuviera allí con una vocación errónea. Era y es poco periodista, pero podría haber sido una de las grandes solo por su condición de buena persona.

Blanca no fue la única en advertirme, pero que ella me dedicara esa diatriba solo reflejaba la realidad del peligro que me acechaba si excluía a la Askoa de la celebración. Resolví ser pragmática. Era más fácil diluir al monstruo en un grupo, que sería grande sin llegar a ser tumultuo so, que exponerme a sufrir todos los males que los augures me destripaban y que yo sabía que podían llegar a ser ciertos. Cogí una invitación y escribí el fatídico nombre completo de Cristina Gasteizgogeaskoa, disimulando, como todo el periódico, que la llamábamos la Askoa por motivos que cualquiera puede haber entendido.

Una vez tomada esa decisión final, ya todo fueron preparativos. Fue bonita aquella tregua de absoluta paz y de máxima agitación. Pasamos grandes tardes Blanca, Mar ta y yo comprando cosas, con la ayuda de Borja, nuestro crack del diseño, que disfrutaba de un gusto exquisito para casi cualquier cosa, excepto para los calcetines. Es curioso cómo nunca llegó a dar con la tecla de los calcetines, a pesar de gastarse dinerales en comprarlos en las firmas más prestigiosas o en las más estrambóticas. Nunca consiguió que terminaran de cuajar con el resto de su persona, que era una delicia de equilibrio.

Mientras todo esto pasaba, yo recuerdo haber sido feliz, pero feliz sin más. Feliz sin complicaciones, sin disquisiciones, feliz con cada pequeño detalle, con cada idea sorpresiva, con cada añadido que pensaba que iba a hacer más agradable la fiesta a mis invitados. La asistencia de la Askoa se había diluido en la del alegre grupo que tenía como objetivo comprobar hasta qué punto había acerta do lanzándome al vacío. No contemplaba otro escenario e hice mal.

Cuando llegó el momento, me cogí el día libre. Me debían tantos que no hubo ningún problema. Además, mis jefes también estaban invitados. Pasé toda una jornada colocando cada nimiedad en su lugar. Distribuí las plantas con las que había llenado las habitaciones —¿quién considera que puede crearse un hogar sin plantas y sin libros?— de una manera más racional para permitir que los muebles hicieran de soporte para las bandejas con el picoteo y revisé que estas estuvieran bien presentadas sobre caminos de mesa que ingeniosamente había recortado Borja en papel de colores, así como con las velas adecuadas dispuestas para ser encendidas, los pufs y cojines que había recolectado en casa de algunas amigas, y los altavoces que había alquilado, también vía Borja, para conectarlos con las listas de reproducción que más nos interesaran. Alcohol, todo el recorrido. Vasos y platos de plástico duro, pero monísimos, que alguien me ayudó a conseguir en un híper de hostelería, como las servilletas y el resto del menaje. El hielo lo llevaría Blanca en cantidades suficientes.

Dejé para lo último llamar a la puerta de los vecinos. Pura educación. Dos no estaban, así que no podríamos molestarlos. La de arriba entreabrió su puerta, y cuando le co menté que vivía en el segundo y que iba a dar una fiesta de inauguración, que quizá habría un poco de jaleo, pero que procuraría no terminar muy tarde, e incluso los invité a bajar si querían, me contestó lacónica: «Hija, la verdad, que suba ruido de ese piso no es algo de lo que yo vaya a rene gar». Bien. Vecinos comprensivos a pesar de la edad.

Puse una música agradable para recibirlos. Fueron llegando en grupos, en función de cómo iba ese día el cierre, y pronto aquello fue un hervidero de voces en conversación o en franca carcajada o hasta en susurro cómplice. Todo iba sobre ruedas. «¡Es genial!», «¡Qué bien te ha quedado!», «Es muy interesante el edificio con esas estatuas modernistas y ese ascensor tan de principio de todo»; sus alabanzas eran el peaje que, junto con botellas, cajas de bombones o bandejas de pastelitos, se iba acumulando en torno a mí. Ni siquiera me di cuenta de la llegada de la Askoa. Alguien debió de abrir la puerta a ese grupo mientras yo acomodaba a otros por el espacio modesto del que disponíamos.

La noche fue entrando en calor. Recuerdo que prácticamente no bebí, estaba demasiado centrada en que todos estuvieran a gusto, y solo más tarde comprobé que había otra persona que había hecho lo propio, pero por motivos bien distintos.

Serían ya las dos de la mañana, quizá algo más pronto. Había una muy animada charla central, en torno a la mesa baja del salón, y diversos grupos que hacían lo propio en la cocina, en el despacho y creo que hasta en el recibidor. Allí, en medio de la apasionada polémica que mantenía mos, tan relevante que soy incapaz de rememorarla, pero que el alcohol había hecho subir a la categoría de trascendental, una de las fotógrafas me gritó de un lado a otro de la pieza: «Lara, tía, ¿hay otro baño además del pequeño que está ocupado? Me meo que no puedo más…». Pretendía evitar que acabaran entrando en mi dormitorio, pero, a esas alturas, ya hasta la hospitalidad se me había venido arriba y no solo porque apreciaba mis alfombras. Le se ñalé con el brazo y también a voces: «¡Pásate al que hay dentro de mi dormitorio, al salir a la izquierda!».

Nada más anodino. Esa impresión de vulgaridad me acompaña incluso ahora que lo rememoro. Una persona que necesita ir al baño y que acaba dándole un vuelco a mi estabilidad emocional y hasta a mi historia personal. Tenemos mala memoria. En caso contrario, todos tendríamos un inventario de las minucias insospechadas que alteraron el resto de nuestras vidas.

En aquel mismo instante se alzó otra voz desde un rincón: «¡Eso, ve y vuelve prontito, Asun, no te vaya a pasar como al cadáver de la vieja que se quedó diez años allí dentro!». Era la voz sin rastro alguno de cogorza de la Askoa. Una sola frase, que podía haberse perdido en la barahúnda que habíamos formado, pero que no solo oyeron todos, sino que provocó un silencio antinatural, en el que solo perduraba la música y, cosa tremenda, el ruido que hacía el chorro de orina que se le estaba escapando a Asun sobre el parqué.

Alberto, el redactor jefe, debió de sentir la necesidad de asumir el mando y le recriminó a la Askoa la broma: «¡Jo der, Cristinita, el humor macabro corta un poco el rollo cuando no vamos de ese palo, ¿sabes?».

La Askoa insistió con todo el aplomo de la mala leche:

—Querido, como tú repites tantas y tantas veces, no es humor ni siquiera opinión, sino pura información, y de la mejor. En ese cuarto de baño al que mandaban a Asun hubo un cadáver momificado durante diez años. Diez años, tío. Esa es la ventaja de ser periodista de verdad y de no obviar las cosas cuando no te interesan. No te creas que yo creo en fantasmas ni presencias, pero sí en malos rollos, y esa es la explicación que Lara no tuvo los ovarios de buscar. Ese es el motivo por el que ha podido conver tirse en dueña de un piso mientras que la mayoría de los redactores se tienen que contentar con compartir uno o vivir con sus padres. Ha comprado una casa con una tara, y esa tara es un cadáver de mujer momificado que fue el único habitante de la casa durante ni más ni menos que diez años —terminó casi sin respirar.

Todos se volvieron a mirarme. Todos. No a ella, por lo que acababa de decir, sino a mí, como si me pidieran cuentas. Aun con ese peso escénico encima, me di cuenta de que Asun había pillado una fregona en la cocina y estaba recogiendo el charquito de pis que había sobre la tarima. Eso me proporcionó un alivio desproporcionado. Pero solo pude murmurar:

—No podría deciros. Yo, desde luego, no tengo ni idea de eso.

El tumulto que se suscitó era superior en decibelios, en agitación, en confusión y en interés al que los había ocupado antes. Todos hablaban a la vez, todos preguntaban, todos especulaban y muchos me compadecían. La Askoa, silente, observaba desde el rincón. Solo yo parecí darme cuenta de que un cuarto de hora más tarde, cumplida su sórdida misión, se escabulló hacia la noche y nos dejó allí sumidos en la perplejidad. Yo ni siquiera sé lo que pensé en aquel primer momento, más allá de la sensación de que ella había ganado y de que al fin entendía por qué la vecina prefería sentir algo de ruido en el inmueble. Ser vecino de un cadáver durante diez años debe de crear sus traumas. Después del revuelo y de los comentarios de tenor diverso, desde los empáticos a los regocijados, la reunión se disolvió como por ensalmo. Me quedé sola con los detritus festivos y con la pesada opresión de lo que acababa de saber. Pasé media noche tirando restos de comida a la basura y diciéndome a mí misma que todo el día estamos entrando y saliendo de edificios en los que ha fallecido alguien, que nadie que viva en el centro de Madrid en una finca antigua puede asegurar que en su vivienda no haya entregado el alma un cristiano.

Todo muy racional y muy lógico, hasta que decidí acostarme y tuve que entrar en mi cuarto de baño. No pude. Salí de él con mis bártulos y me fui al aseo pequeño para lavarme los dientes y desmaquillarme antes de deslizarme en la cama, donde di más vueltas de las que un espíritu posterior al Siglo de las Luces debería haberse permitido. Porque no fue el saber sino el no saber lo que me privó de un sueño reparador.

La mañana trajo la luz y con la luz el fin de la zozobra. Mi hogar volvió a ser perfecto bajo aquella insultante luz. Ni siquiera el desorden me molestaba. «¡Venga, Lara, si eso es todo lo que la Askoa te reserva, ni tan mal!» Las paredes volvieron a ser mis paredes; los muebles, mis muebles; los libros, mis queridos libros, y bajo la ventana Madrid se desplegaba en un ajetreo sabatino. Entonces vi el neceser y supe que tenía que reconquistar mi terreno. Entrar de una vez. Lo hice y, en efecto, mi temor me pareció una inmensa tontería. El baño también estaba anegado de luz. Estaba en calma. Nada amenazante podía haber allí. Si no fuera una interpretación forzada, diría que ya entonces me empecé a encontrar en paz en aquella habi tación. No era un relato de miedo lo que se iba a escribir en mi nuevo hogar.

Puse música y me senté a hacer un brunch casero mezclando las cosas ricas que habían sobrado con mi desayuno. Obvié el gin-tonic. Justo en ese momento sonó el móvil.

—¿Estás bien? —me dijo Blanca nada más descolgar.

—Fenomenal, tía. ¿No ves que no bebí apenas? Algo cansada porque estuve haciendo de camión escoba para evitarme malos olores por la mañana. Lo odio.

—Oye, que me fui anoche sin pensar en que quizá debería haberme ofrecido a quedarme contigo. A Pep no le hubiera importado… Fui poco empática y lo siento.

—¿Quedarte? ¿Y por qué ibas a hacerlo? —dije sin que asomara en mi voz la Lara que había ido de puntillas a expatriarse de su aseo.

—Tía, por si te daba mal rollo. ¿Por qué iba a ser? Sororidad. No me esperaba esa suerte de refinamiento malévolo de la Askoa, la verdad. Esperaba más bien una venganza salvaje e inflamada, pero no algo tan retorcidamente sutil…

—Es una puta arpía, Blanca, pero esta vez ha errado. Si quería despertar en mí la aprensión o el miedo, solo ha conseguido despertar mi curiosidad y, si me apuras, mi compasión. Que en diez años nadie se dé cuenta de que has muerto es, más que un drama, un legado. No sé. Piénsalo. Vivía aquí y ¿qué hacía su familia?, ¿qué hicieron los vecinos? —Tampoco dije aquí nada sobre la velada insinuación de la señora de arriba—. Y además, a mí me vendieron la casa sus herederos y eran varios, así que sola en la vida tampoco estaba. No sé, tía, creo que no voy a poder pasarme sin intentar averiguar algo más.

—Yo ya me he metido en Internet. También he hablado con Estela, la chica de Local, y me ha contado que, en efecto, la Askoa fue a preguntarle hace unos días por un suceso de hace un par de años. No hace falta que te diga que era el hallazgo del cadáver momificado. Le pareció curioso que fuera alguien de Economía a interesarse por eso, pero tampoco le dio más importancia. Lo buscó y le pasó lo que se había publicado. Te mando ahora en PDF las páginas si quieres… —me dijo afianzando mi idea de que algo de periodista siempre había habido en ella.

—¡Perfecto, sí! Así me ahorro buscarlo yo.

—Esto…, Lara, ¿por qué no lo hiciste antes de comprar? Era tan fácil como guglear la dirección.

—¿Tú también, Bruto? —Me salió del alma—. ¿Por qué iba a hacerlo? Encuentra a alguien que haya hecho ese tipo de investigaciones antes de comprar una vivienda. Esa es una reacción a posteriori, pero no algo que racionalmente uno se plantee.

—Puede que lleves razón —aceptó Blanca—. Te mando todo lo que tengo. No te rayes mucho porque, la verdad, es un poco fuerte. No solo lo que pasó, sino el tratamiento que le dimos los medios.

Aquí ya me pregunté por qué se había empeñado en renegar de la profesional que sin duda había en ella.

La entrada de los mensajes sonó superponiéndose a su voz. La despedí con cierta impaciencia y me quedé allí, sentada sobre el tibio suelo de madera que la luz que entraba por el balcón había caldeado, con el teléfono en la mano, y contemplando una bolsa de plástico que estaba enganchada en la rama del árbol más próximo y que serviría durante meses de manga de viento de mi vida. Cuando abrí los correos, me lancé con voracidad sobre su contenido.