He tenido la suerte en los últimos años de acercarme a la agricultura y a los productores agroganaderos en distintos lugares de España. Esto no de forma teórica, sino que, como dirían algunas de las inspiradoras personas que conocí en este recorrido, con los pies en el suelo, visitando sus fincas en varias ocasiones.

¿Qué escuché y vi de primera mano? Meses y meses sin lluvia. Cambios en la pluviometría, con más lluvias torrenciales, donde el agua se va en lugar de permanecer en la tierra, arrastrando la capa más fértil del suelo y favoreciendo la erosión. Cada vez más heladas y en momentos donde más daño puede hacer a los cultivos. Distorsión en las temperaturas y de las estaciones, cambiando el ritmo y alterando los cultivos, a veces quemando los brotes nuevos del cereal, o aparentando maduración del fruto y atrayendo plagas anticipadamente. Posiblemente es en el campo donde más se pueden apreciar los cambios que se han generado en el clima, poniendo a prueba la capacidad adaptativa de quienes viven de la agricultura y tensionando los seguros agrícolas.

Hacerse cargo de esta realidad, a través de la llamada transición ecológica, no es cosa de urbanitas. Es verdad que al estar desconectado el mundo urbano del rural –los tractores tienen que venir a la ciudad para hacer valer su clamor–, este fenómeno se comprende también de forma desconectada de la complejidad que requiere una transición ecológica justa, que considere lo sistémico de este desafío: regulaciones que, con buenas intenciones, tienen como efecto colateral un sinnúmero de obstáculos –burocracias y costes entre otros– por sortear; mercados abiertos que generan condiciones desiguales para competir; consumidores que, presionados por una canasta cada vez más elevada, priorizan precio, en lugar de consumo local y productos sin trazas de químicos. No considerar estas complejidades lleva a alzar consignas contra esta transición.

Los cambios en el clima ponen a prueba la capacidad adaptativa de quienes viven de la agricultura

Pero, ¿hay futuro para el campo sin esta transición? Para responder a esta pregunta, desgranemos un poco el debate de la reducción del uso de pesticidas en la Unión Europea, proyecto que ha sido retirado ante la presión de las actuales protestas. El uso de pesticidas químicos controla plagas, pero también aniquila otras especies vivas a su paso. Es lo que llamamos biodiversidad. Cuando se habla de biodiversidad da la impresión de que nos referimos a la necesidad de conservar y proteger especies exóticas, en lugar de especies con las que se interactúa cada día, especialmente en el campo. Esta visión necesita ser superada.

Aquellas otras especies que aniquilan los pesticidas son polinizadores funcionales en los cultivos, depredadores naturales de las plagas, y la microbiología del suelo, que es fuente de fertilidad y productividad del suelo. Por ahora, la única forma de contrabalancear estas pérdidas es agregando más insumos, más pesticidas y fertilizantes, haciendo subir los costes. Volver a restablecer equilibrios no es fácil, pues es como quitar las drogas a alguien dependiente de ellas. Este proceso debe ser acompañado y facilitado por aquellas políticas que buscan la transición. Sin esto, el proyecto de reducir el uso de pesticidas seguirá siendo resistido.

Quitar los fertilizantes es como quitar las drogas a alguien dependiente de ellas: el proceso se debe acompañar con políticas para la transición

Qué hacer con los pesticidas es solo una parte de este proceso. En el campo es sabida la pérdida progresiva de la calidad y vitalidad del suelo, por pérdida de materia orgánica, compactación, erosión, etc. Prácticas agrícolas que han tenido éxito por mucho tiempo desde el punto de vista del rendimiento, han dejado una estela de degradación. En contrapartida, suelos vivos, sanos, y biodiversos son capaces de retener mejor el agua, disminuir el impacto de la temperatura, generar mecanismos de control con depredadores naturales, y entregar productos de mayor calidad nutricional. Además, suelos vivos son capaces de capturar carbono de manera natural. Al repensar la agricultura desde una perspectiva de recuperación de las funciones de la naturaleza y sus componentes, en lugar de pensarlo como un valor post-materialista, podríamos gozar nuevamente de ecosistemas sanos, con una producción agrícola más resiliente ante los cambios del clima, y actuando como sumideros de carbono. Recuperar la salud del suelo transformaría el campo en un actor clave, no sufriente, de la transición hacia sociedades más sostenibles.

En mis visitas al campo vi de primera mano la emergencia de este nuevo entendimiento de la agricultura. Un entendimiento que viene de la constatación de la progresiva degradación de los suelos y de la precarización del campo, no como una adopción de consignas urbanitas. Desde esta perspectiva, lo “verde” no es postureo, sino una forma viable de vivir y producir en el campo. En el corazón de esta nueva mirada está un cambio de foco: del foco en la productividad de la planta a la importancia de la salud del suelo, del cual depende la calidad de los cultivos. Implica también poner el acento en el funcionamiento del ecosistema, es decir, entender las funciones que cada elemento puede jugar para una agricultura más resiliente, incluso aunque parezca contraintuitivo para las actuales prácticas agrícolas. Desde esta perspectiva, se entiende la necesidad de recuperar aquellas funciones que se han degradado, y hacer agricultura en armonía con estos elementos. El ecosistema, la tierra, ya no es solo un soporte para usar de forma mecanicista como infraestructura base de una actividad económica, sino un compañero de viaje al que cuidar.

Prácticas que han tenido éxito por mucho tiempo desde el punto de vista del rendimiento, han dejado una estela de degradación

A esta forma de entender la agricultura se le llama agricultura regenerativa. Cientos de agricultores se han acercado ya a esta mirada, a través de programas de formación, a algunos de los cuales asistí personalmente, y con el liderazgo de asociaciones pioneras, como la Asociación de Agricultura Regenerativa Ibérica. Lo hacen, ya sea por convicción, o por buscar formas alternativas que les permitan hacer agricultura más sostenible económicamente, sin la presión de unos costes de insumos cada vez más altos y que no pueden manejar ante la presión que viven, por otro lado, por parte de intermediarios y distribuidores. 

¿Quién duda de la legítima protesta del mundo agrícola? Pensar en el campo con profundidad, saliendo de las consignas, implica ir más allá de medidas paliativas o aisladas. Se necesita cocrear con los agricultores medidas que se hagan cargo de esta profunda transformación que va más allá de disminuir el daño (reducir el uso de pesticidas), regenerar ecosistemas para devolverles su vitalidad, a la vez que su capacidad de producir de forma sostenible, ecológica y económicamente, para quienes deciden dedicar su vida al campo, por fortuna de nuestra seguridad alimentaria.