En materia de vivienda, casi todo está inventado. Pero a menudo los gobiernos prefieren huir de las soluciones probadas para refugiarse en fórmulas mágicas que generan titulares, pero empeoran los problemas en lugar de resolverlos.

El catálogo de estas soluciones milagrosas es bien conocido: limitar los precios, construir vivienda pública de forma masiva, forzar la salida al mercado de viviendas vacías, culpar a los fondos buitre o a los pisos turísticos... La lista es tan larga como inútil. Sabemos que nunca han funcionado, pero se venden como si fueran la poción de Astérix contra los romanos.

Las dos raíces del problema

La raíz del problema es doble.

Primero, los precios son en buena parte globales, mientras que los salarios son locales. Productos como un iPhone cuestan lo mismo en todas partes, pero los ingresos no. Esto genera una tensión brutal en zonas exitosas —como Barcelona— donde los precios reflejan el atractivo global, pero los sueldos no lo acompañan.

Segundo, la vivienda depende fuertemente de la regulación: la densidad urbanística, el suelo disponible, la calidad de las infraestructuras de movilidad... Todo ello condiciona la oferta y suele estar sometido a regulaciones lentas, opacas o erráticas, ajenas a la lógica del mercado.

Diseñar mercados

Las políticas públicas deben decidir qué parte del problema resuelve el mercado y qué parte necesita intervención. El extremo de sacar toda la vivienda del mercado siempre ha fracasado. El otro extremo —confiar exclusivamente en el mercado— tampoco suele dar buenos resultados. Por tanto, hay que diseñar mercados con objetivos sociales.

Es por eso que el nuevo libro de Joan Clos, La vivienda social y asequible, resulta especialmente relevante. Huyendo del populismo de derechas e izquierdas, propone medidas realistas y aplicables. Una hoja de ruta sólida que convendría seguir.

¿Qué podemos hacer?

La primera premisa es clara: el problema de la vivienda no tiene solución fuera del mercado. No existe suficiente dinero público para garantizar vivienda para todos. No es viable.

Ahora bien, sí se pueden diseñar mercados que hagan compatibles los objetivos sociales, la actividad empresarial y el derecho a la vivienda. Es, esencialmente, una cuestión de regulación inteligente.

También hay que entender que se trata de un problema multifactorial. La densidad urbana, la renta disponible, la movilidad y el acceso a servicios son componentes esenciales. Y muchas de estas variables solo pueden abordarse a escala metropolitana.

¿Vivienda sin gasto público?

Es necesario distinguir tres categorías:

  1. Vivienda social: para familias con ingresos muy bajos, que requieren ayudas directas.
  2. Vivienda asequible: accesible con sueldos medios si el mercado funciona correctamente y los salarios están a la altura de los precios (lo cual no ocurre aquí…).
  3. Resto del mercado: que puede operar con plena lógica privada.

La política pública debe centrarse en las dos primeras. Y hay que entender que no se trata de “sacar la vivienda del mercado”, sino de regular una parte para que funcione con unos objetivos determinados.

Además, países con déficits públicos estructurales no pueden aspirar a construir de forma masiva sin aumentar la presión fiscal. Y cuando lo han intentado, los resultados han sido decepcionantes: pocas viviendas, muy caras y con plazos inasumibles.

Dos soluciones realistas

1. Aumentar la edificabilidad.
Es el factor clave. Más suelo y más densidad = más oferta = menores precios. En el Eixample de Barcelona hay unos 16.000 habitantes por hectárea; en la periferia, solo 3.000. Aumentar la densidad es una vía rápida y eficiente si se facilita legalmente.

Ahora bien, esto solo es viable con una movilidad eficiente. FGC funciona bien, pero Renfe es muy deficiente. La movilidad futura puede pasar por autobuses bajo demanda, vehículos autónomos o robotaxis 24 horas a bajo coste. Estas tecnologías pueden multiplicar la disponibilidad residencial periférica.

2. Concesiones administrativas.
Están inventadas desde hace décadas. Son fórmulas en las que el suelo sigue siendo público, pero se otorgan concesiones por 75 o 90 años con condiciones claras de precio, calidad y rentabilidad. Esto puede garantizar vivienda asequible sin gastar dinero público, especialmente si se complementa con ayudas a las familias más vulnerables.

Un reto de país: política a largo plazo

Las políticas de vivienda, como las de educación, sanidad o innovación, requieren acuerdos de largo alcance, profesionalización, visión de futuro y evitar el titular fácil. Necesitamos madurez institucional para entender que la planificación centralizada ha fracasado y que los mercados, si se diseñan bien, pueden servir al interés general.

Todas las grandes economías modernas, incluida la China post-Deng Xiaoping, han integrado el mercado como herramienta de desarrollo. Las experiencias de planificación rígida han fracasado una tras otra.

Más allá de la vivienda social

Una sociedad moderna también necesita formas flexibles de acceso a la vivienda: co-living, flex-living, alquileres temporales, etc. Estas fórmulas responden a la movilidad laboral y personal de una sociedad que quiere prosperar. Rechazarlas es anclarse en el pasado.

No es un problema de dinero. Es un problema de diseño institucional, de regulación inteligente y de voluntad política. Hay que renovar actitudes, legislación e instrumentos. Nos jugamos mucho más que el precio de un piso: nos jugamos el modelo de sociedad.

Ojalá nos pongamos a ello. Ya vamos tarde.