Mientras el mundo corre hacia los 2 nanómetros, China sigue atrapada en una fantasía sin puertas. Lo más cercano a una victoria industrial fue SMIC, la empresa emblema que, durante años, funcionó como estandarte de la autosuficiencia tecnológica. Pero incluso esa bandera terminó deshilachada. Porque SMIC es prueba viviente del límite estructural de todo el sistema chino. Lo que prometía ser un salto histórico terminó convertido en una exhibición de impotencia técnica, mentira sistemática y dependencia crónica.

SMIC: la gran estafa fundida a 14nm

En julio de 2022, SMIC anunció haber alcanzado la producción de chips de 7 nanómetros sin litografía EUV. Fue tapa de diarios, orgullo nacional y “prueba de resiliencia ante las sanciones de EE. UU.”. Los portavoces estatales hablaban de “ruptura de bloqueos” y los inversores festejaban. Pero en el mercado no apareció ningún chip.

Meses más tarde, un informe técnico de TechInsights reveló que el chip existía, pero estaba hecho en un proceso de 14nm forzado y modificado, con yield bajísimo, consumo energético desastroso y costos altísimos. El supuesto “avance” no servía ni para relojes inteligentes de gama baja. SMIC había metido un 14nm camuflado en una caja de cartón dorado, y lo había hecho pasar por 7nm. Nada nuevo en el ecosistema de humo chino.

Desde entonces, no hubo lanzamientos, ni benchmarks, ni mejoras. El proceso se abandonó en silencio. Los chips fabricados eran prototipos sin aplicación comercial. Hoy, el nodo más estable de SMIC sigue siendo el de 28nm. El mismo que Taiwan fabricaba en 2011.

Entre subsidios y autoboicot

La paradoja es brutal. China invierte más que nadie, tiene el fondo nacional de circuitos integrados, varios fondos provinciales, exenciones fiscales, y una política de sustitución tecnológica obligatoria para sus organismos públicos. Pero nada de eso genera resultados.

El problema es el modelo. La lógica centralista impone objetivos políticos antes que viabilidad técnica. Se entregan contratos a empresas sin capacidad real, se construyen fábricas sin clientes, se financian startups que nunca llegan al producto mínimo. Lo llaman “nacionalismo tecnológico”, pero es una forma elegante de tirar dinero en pozos sin fondo. El propio gobierno reconoció que más de 1.400 empresas “fantasma” recibieron fondos del Estado entre 2014 y 2021 sin fabricar un solo chip.

Y lo más ridículo: por miedo a mostrar debilidad, se impide importar tecnología extranjera, aunque sea esencial para sostener sectores productivos básicos. Así, mientras las sanciones externas bloquean el acceso a litografía avanzada, las internas prohíben comprar maquinaria vieja a terceros. En nombre de la soberanía, se autoaislan.

El muro invisible: sin ASML no hay futuro

En el corazón del problema está una sigla: ASML. Sin máquinas EUV, de litografía por luz ultravioleta extrema, no hay chips de menos de 7nm. Y esas máquinas son imposibles de copiar y de reemplazar. ASML domina un oligopolio absoluto: diseña, fabrica y ajusta con precisión atómica los equipos que hacen posibles los chips del presente.

China intentó todo: espionaje industrial, adquisiciones encubiertas y desarrollo propio. Sin embargo, fracasó en cada frente. En 2021, un ingeniero chino robó planos de diseño de ASML y huyó, aunque luego fue detenido. En 2022, una empresa china intentó comprar una fábrica europea de componentes ópticos. Fue bloqueada por la UE. En paralelo, Naura y AMEC anunciaron que “desarrollarían sus propias EUV en 5 años”. Ya pasaron tres y no hay ni boceto.

Y aunque mañana tuvieran un prototipo funcional, aún faltarían otros diez años para alcanzar la precisión, estabilidad térmica y sincronización que ASML ya domina. No es solo una cuestión de ingeniería, es historia acumulada, traducido en know-how invisible y miles de ingenieros que llevan décadas trabajando en eso. China ni siquiera puede replicar las máquinas DUV (de ultravioleta profundo), menos complejas, que ASML vende hace más de 20 años.

Un país sin aliados

A todo esto se suma un hecho político demoledor: China está sola. Mientras EE. UU. teje alianzas industriales con Corea, Japón, Taiwán y Europa, China no consigue socios tecnológicos. India le da la espalda, Rusia no tiene nada que ofrecer, América Latina no produce ni un solo componente crítico. Y ni siquiera Irán tiene capacidad para aportar en litografía, empaquetado o diseño.

El cerco es geopolítico. Y lo sabe. Por eso intenta con desesperación crear su propio ecosistema: su propia nube, sus propios estándares, sus propios protocolos. Pero sin chips, nada de eso sirve. Es como querer construir una catedral sin cimientos.

Y aquí aparece otra grieta: las empresas chinas que necesitan tecnología real, las que hacen inteligencia artificial, autos eléctricos o robótica, no quieren usar semiconductores nacionales. No sirven. Siguen comprando Nvidia, Qualcomm y AMD. Lo hacen a través de terceros, triangulando por Singapur o Dubai, pero lo hacen. Porque sin eso, no compiten. La gran ironía es que el propio milagro tecnológico chino, si es que existe, se basa en componentes extranjeros.

China en el espejo: entre la mentira y el colapso

La escena final se parece más a una tragedia que a una epopeya. Un país que quiere liderar el siglo XXI, pero que no puede fabricar ni el transistor del siglo XX. Que proclama avances cada semana, pero no muestra productos. Y se encierra en un discurso de grandeza, mientras el mundo avanza sin esperarlo. Así, cada fracaso se transforma en un comunicado y cada déficit en maqueta.

China no cayó como Japón, víctima de su propio exceso de confianza. China nunca subió. Todo su poderío en semiconductores fue una puesta en escena. Una arquitectura de cartón pintada de oro, tras una sucesión de simulacros, maquetas, conferencias vacías y placas falsas.

Mientras tanto, el mundo real se juega en otra liga. Una donde no hay lugar para el autoengaño, donde los nanómetros no se declaran y se fabrican. Y donde la verdad tecnológica no se impone con banderas, sino con precisión. En esa liga, China no juega.

Las cosas como son.