Joaquim Francesc Puig Ferrer, más conocido como Ximo Puig, nació en Morella en 1959, el año del plan de estabilización, el conjunto de medidas que prepararon el terreno económico y moral de la Transición. Hasta los 18 años, estudió en los escolapios de Morella, que por cierto es una población preciosa situada en la confluencia de Catalunya, València y la Franja de Ponent. Patria adoptiva del general carlista Ramon Cabrera –el famoso Tigre del Maestrat–, Morella queda lejos de València. La castellanización, el blaverismo, el cosmopolitismo de baratillos y el urbanismo atroz no han tenido ahí ningún peso.

Deslumbrado por el papel de contrapoder que la prensa ejercía en las democracias de los años setenta, Puig quiso estudiar Periodismo. El primer curso lo hizo en Madrid porque las modalidades de tele y radio no se podían estudiar en Barcelona. El presidente tenía una debilidad literaria y ganó un concurso en su colegio mayor con un texto en catalán que fue recibido con grandes silbidos y grandes aplausos por el público. En la Transición existía un Madrid que nos admiraba y otro que nos odiaba, nadie bromeaba con el intento de genocidio cultural franquista. Puig siempre dice que en los años setenta la izquierda española era menos jacobina.

Maragall lo recogía con su coche cuando volvía de Bellaterra haciendo autostop

En aquella época, los estudios de Periodismo eran muy teóricos y, como durante el primer año a duras penas vio una cámara de televisión, el joven Puig se trasladó a Barcelona, para estudiar en la Universidad Autónoma. El dirigente socialista volvía de Bellaterra haciendo autostop y, a veces, Pasqual Maragall lo recogía con el coche, que siempre lo tenía lleno de libros y de papeles. En la Universidad participó en manifestaciones a favor de la unidad de la lengua catalana y de otras causas similares, mientras el españolismo envenenaba las relaciones entre el Principado y la Comunidad Valenciana para finalmente alzar una especie de Muro de Berlín invisible pero durísimo.  

En un concierto de Raimon en Madrid en 1978, Felipe González y Joan Fuster tuvieron una conversación que explica la trayectoria de Puig y el futuro que estaba en juego mientras él estudiaba Periodismo.

–Muy bien muy bien, ya os daremos el Estatuto –le soltó González a Fuster, paternalmente–.

El escritor de Sueca le hizo notar al futuro presidente de España que Raimon era valenciano, no catalán, y entonces González respondió:

–Ah no, con unos catalanes en España ya tenemos suficiente.

Con la pugna que se produjo en la Comunidad Valenciana, Puig a duras penas tuvo tiempo de trabajar en la agencia EFE y en Antena3 Radio. La política enseguida lo arrastró y en 1983 ya era diputado en las Cortes y concejal del Ayuntamiento de Morella. Puig se había afiliado al PSPV en 1977, pero empezó a tocar poder justo cuando sus referentes políticos e intelectuales habían sido vencidos por el españolismo. En el PSPV que salió de aquella guerra sin cuartel, un político joven como Puig sólo podía sobrevivir cambiando de camisa o haciéndose el muerto. 

Si no hubiera sido por Morella, Puig se habría acabado disolviendo entre la cultura tecnocrática impuesta por el partido de Joan Lerma y el terror que sembraba la visceralidad ultra de Consuelo Reyna y compañía. Entre 1983 y 2015, Puig encadenó una docena larga de cargos. Ni Rita Barberá, que es de su generación, tiene un currículum tan largo. El hecho de que no sea un político quemado, seguramente se puede atribuir al sentido de la proporción y al prestigio que le dio el hecho de ser alcalde de Morella entre 1995 y 2012.

Morella permitió a Puig mantener fresco su imaginario político, mientras el conjunto del país resbalaba por una pendiente cada vez más acentuada de corrupciones y fanfarronadas. La capital de Los Puertos es una de las pocas poblaciones valencianas que está adscrita en el Instituto Ramon Llull, por ejemplo. Además ha tenido una relación intensa con el Principado. El general Cabrera era de Tortosa. En los años treinta y sesenta, Morella envió mucha inmigración a Sabadell y Terrassa. Puig siempre ha hablado valenciano en los medios de su país y no ha caído en la estética de Rolex y laca de la capital del Túria. 

Los políticos valencianos de su generación han querido parecer importantes mientras que Puig parece el barbero del pueblo

Puig es un veterano del paisaje político valenciano, pero al mismo tiempo es una figura peculiar dentro de su partido. Mientras que la mayoría de políticos valencianos han intentado siempre parecer más importantes de lo que eran, Puig más bien parece el barbero del pueblo –de hecho, me da la impresión que lleva peluquín–. Así como la mayoría del PSPV se habría sentido cómoda pactando con Ciudadanos, Puig difícilmente se encontraría bien con el partido de Albert Rivera. El hecho de que Joan Lerma lo fichara de cabeza de gabinete y que ahora se entienda tan bien con algunos consellers de su gobierno lustra hasta qué punto el actual presidente de la Generalitat valenciana ha tenido que hacer equilibrios a lo largo de su carrera. 

La relación casi idílica que Puig tiene con el conseller de Cultura que el Bloc puso en su gobierno, Vicent Marzá, sorprende porque el líder socialista ha vivido callando y adaptándose al provincianismo hegemónico durante años -aunque es verdad que planto cara a Jorge Alarte hasta sustituirlo en la secretaria general de su partido. Si Marzà es partidario de la independencia de los Països Catalans, Puig habla de soluciones federales y confederales con una alegría que no se veía en un líder socialista desde los tiempos de Pasqual Maragall. Ahora que el régimen de la Transición ha entrado en decadencia, parece que el presidente valenciano vive una segunda juventud. 

El 14 de mayo pasado, por ejemplo, se saltó el comité federal del PSOE para asistir a la multitudinaria Primavera Educativa organizada por el conseller Marzà en València. Puig es el primer presidente que asiste a las Trobades d'Escoles en Valencià y en los 11 meses que lleva de presidente ha dado señales cada vez más claras de independencia con respecto a Madrid. Parece que quiere dejar claro que siempre que tenga que escoger entre los intereses de su país y los intereses del Estado escogerá los de su país. En una sociedad tan dependiente de Madrid como la valenciana, eso lo puede acabar haciendo parecer tan o más auténtico que Mónica Oltra.

Aunque las negociaciones entre Puig y la líder de Compromís fueron muy duras, una vez constituido el gobierno, las relaciones entre los dos han sido muy tranquilas. Hasta ahora los intentos que el PP ha hecho de presentar el gobierno de Puig como una suerte de Tripartito a la valenciana han fracasado todos. Puig es tanto o más federalista que Maragall, pero no es un excéntrico narcisista como el presidente catalán. Como los castellanos han hecho en València lo que no han podido hacer en Catalunya, sabe de primera mano cómo funciona España. Además, los años de oscuridad han puesto sobre su gobierno un desafio de épica y de moralidad que será difícil de estropear.

Con Puig, València parece que aspira a recuperar el buen gusto y la voz propia que le robaron los equilibrios territoriales de la Transición. Si el PP consigue hacer gobierno en España, es probable que el protagonismo de Puig también aumente. El presidente valenciano juega a muchas bandas. Desafía a Pedro Sánchez sin casarse con Susana Díaz porque sabe que Andalucía es una de las causas del expolio a que sufre València. Al mismo tiempo, su viaje a Barcelona ha roto un tabú de 30 años que puede tener muchas repercusiones geopolíticas. Defendiendo el derecho a decidir de los catalanes, Puig trata de poner las bases para empoderar a los valencianos y tener más fuerza negociadora en Madrid.

Como ya tiene una edad y su política no tiene ninguna salida dentro del PSOE, me pregunto si en el fondo no está creando las condiciones necesarias para que un día no muy lejano, el soberanismo valenciano ocupe la centralidad política aunque sea a expensas de su propio partido, que tantas promesas ha traicionado.