La reina Letizia es el último intento fallido de redimir la tradición autoritaria de la casa de los Borbones. Con el tiempo se verá que poner las bases para facilitar la celebración de un referéndum en Catalunya habría sido una inversión más segura para el prestigio de la monarquía que casar al heredero al trono con una plebeya.

Cuando Felipe VI y Letícia se casaron en el 2004, España parecía a punto de superar los traumas de su historia. Los españoles eran, según las encuestas, los europeos más satisfechos con sus instituciones políticas. Era como si la boda coronara el proceso de reconciliación entre el pueblo y el poder, entre el pasado y el presente, que había empezado en 1978.

Hija de una zaga de periodistas, Letícia representaba el colofón de un relato sobre la democracia que los medios de comunicación habían vendido durante más de un cuarto de siglo. La bondad del rey Juan Carlos pasaría al ADN de los Borbones gracias al amor romántico. El heredero en la corona amaba tanto el pueblo que se casaba con una española de la calle.

La infanta Cristina había establecido el precedente, al casarse unos años antes con el jugador del Barça de balonmano Iñaki Urdangarin. Sólo el patito feo de la familia, la infanta Elena, había hecho una boda de cariz tradicional. ¿Quién habría dicho entonces que aquella boda gris sería la que menos erosión produciría en la imagen de la monarquía?

Como se vio con el caso de Camila Parker Bowles y de Lady Di, la fealdad física hace menos daño a la imagen de una corona que las pretensiones exageradas. Para poder decir a la gente como debe comportarse, una monarquía debe deslumbrar y al mismo tiempo tiene que ser genuina. Si hace media con el pueblo, pierde su función ejemplarizante, exactamente igual que si lo trata de forma tiránica.

La entrada de Letícia en la casa real fue recibida con un entusiasmo casi supersticioso. El hecho de que estuviera divorciada y de que su madre fuera sindicalista reforzaba la idea de que en la España democrática todo era posible. Su currículum de mujer autosuficiente y liberada prometía consagrar a la aristocracia del talento por encima de los privilegios de la sangre.

Letícia había presentado Informe Semanal y los telediarios de TVE, después de ganar el premio Larra a la mejor periodista menor de 30 años. Se destacaba que fuera ambiciosa, que tuviera un carácter fuerte y que estuviera acostumbrada al lenguaje televisivo. Incluso gustaba que tuviera simpatías republicanas.

Los primeros años de adaptación a la casa real fueron un infierno para ella y para su familia. El carácter impulsivo y las ganas de tener razón que la habían ayudado a abrirse paso en el periodismo se giraron en su contra. En 2007, cuando estaba embarazada de su segunda hija, su hermana pequeña se suicidó de una ingesta masiva de pastillas.

Letícia atribuyó el suicidio a la presión mediática y vio cómo su familia empezaba a apartarse de la casa real. Cada vez más aislada y metida en su papel, la mujer vital y atractiva que había enamorado al príncipe Felipe se convirtió en una barbie delgaducha, a veces al límite de la anorexia. A medida que los diarios la tildaban mandón y de maleducada, las operaciones le iban suavizando el rostro anguloso de periodista agresiva.

En poco años Letícia se retocó la nariz, los pómulos, la barbilla y los pechos. También se empezó a inyectar bótox y otras sustancias para retrasar la aparición de arrugas en la cara. La reina que tenía que modernizar la monarquía se volvió una figura triste y estresada, devorada por un sentido de la imagen mal entendido y la obsesión de proteger a sus hijas de la prensa.

Esta semana el vídeo de una disputa con la reina emérita Sofía en la salida de la catedral de Palma ha hecho estallar una bola que se incubaba desde hacía años. Letícia ya había sido criticada por sus despropósitos y su relación caprichosa con el protocolo. Estos años se la ha reprendido por andar delante de su marido, para consultar el móvil en actos oficiales, para maquillarse en el Congreso mientras hablaba el presidente del gobierno, para ir informal en actos militares, para no aplaudir cuando tocaba.

Después del espectáculo de Palma, sin embargo, ha recibido más reproches y críticas que nunca. Sofía es el miembro de la familia real más valorado en las encuestas. Todo el mundo tiene en la cabeza el calvario que esta señora ha pasado al lado de Juan Carlos I. Además, las imágenes de una madre privando a una abuela del afecto de una nieta son abyectas, en cualquier contexto.

Su comportamiento le ha valido silbidos y regañadas de la gente. Los columnistas la han llegado a tildar de "desequilibrada". Algunos han recordado el grito que el rey emérito le lanzó un día a su hijo, antes de abdicar: "¡Felipe, divórciate!" Hasta se le ha recordado sutilmente que sus hijos son propiedad de la corona.

Letícia es un cuerpo extraño en la casa real. Pero es fruto de una España a la cual se le vendieron unas motos sobre la Transición endulzadas por el populismo. Por eso a medida que la figura de Letícia ha perdido adeptos, también los ha perdido la monarquía, que vuelve a ser cada vez más percibida como una institución lejana a la democracia. Si rueda la cabeza de la reina, rodará la de toda la familia.