Juan Carlos de Borbón y Borbón nació en Roma en enero de 1938, cuando faltaban seis meses para la batalla del Ebro y la guerra civil entraba en la fase definitiva. Su padre, Juan de Borbón, había insistido a Franco para combatir a su lado, pero el general había declinado sus ofrecimientos con el argumento de que no quería poner en peligro la vida de un miembro de la familia real.

En 1941, en pleno dominio nazi de Europa, Alfonso XIII murió en Roma. Enseguida, Juan Carlos I se convirtió en objeto de negociación entre el heredero exiliado y el régimen de Franco. Juan de Borbón sólo estuvo de acuerdo en una cosa con el dictador: su hijo mayor tenía que ser educado en España.

Después de aprovechar la derrota de Alemania para intentar socavar el régimen franquista, en 1948 Juan de borbón envió a Juan Carlos I a estudiar a Madrid. Convertido en rehén de la dictadura, Franco le montó una escuela especial para él y siete alumnos más de confianza. El futuro rey, que es disléxico y debió sufrir con los estudios, empezó a oscilar como una pelotita entre los intereses del dictador y los de su padre.

A los 18 años, cuando estaba a punto de acabar la instrucción militar, mató a su hermano pequeño de un tiro accidental mientras estaba de vacaciones en Estoril. Tanto Franco como Salazar taparon el caso, pero el hecho es que Juan de Borbón se quedó sin un heredero alternativo que le diera capacidad de negociación política.

En 1961, Juan Carlos I se casó con la princesa Sofía y estableció la residencia en España por deseo expreso de Franco. Aunque el futuro rey había declarado que no aceptaría la corona mientras viviera su padre, en 1966 las relaciones acabaron de romperse cuando el futuro monarca evitó asistir a la conmemoración del 25 aniversario de la muerte de Alfonso XIII.

En 1969, las Cortes franquistas lo nombraron sucesor de Franco a título de rey. En 1974, el dictador sufrió una flebitis y Juan Carlos asumió brevemente la dirección del Estado. Después de una última aparición en la plaza de Oriente, donde se ve al futuro rey impresionado por el gentío congregado, Franco entró en una larga agonía.

Un día antes de morir, el dictador hizo prometer a Juan Carlos que "preservaría la unidad de España".

- Si lo piensas quiere decir muchas cosas –declararía el rey en una televisión francesa. No me dijo que hiciera aquello o hiciera aquello otro. Sólo me pidió que preservara la unidad de España.

La democracia, pues, se convirtió en la principal arma del nuevo rey para cumplir con la palabra dada. Investido jefe de estado, en un acto presidido por el escudo de Castilla y León, Juan Carlos I juró los principios del Movimiento. Como el independentismo, la democracia era entonces un discurso más dificil de concretar que de criticar a base de tópicos tremendistas de estos que utilizan los mediocres para vivir de la mamandurria.

A pesar de ser el jefe de estado más joven de Europa, el nuevo rey navegó por un mar de intereses que intentaban que nada cambiase o que todo cambiase para que todo siguiera igual -como la tercera vía. Con la ayuda de Suárez, consiguió que las cortes franquistas se hicieran el harakiri y que Carrillo aceptara una legalización suicida del partido comunista, por intermediación del dictador rumano Ceaucescu. Después de 41 años, los ciudadanos del Estado volvieron a votar en unas elecciones democráticas.

Convertido en el símbolo de la nueva España, Juan Carlos I se erigió en una figura intocable y todos los que lo desafiaron acabaron mal. Cuando Suárez intentó llevar demasiado lejos la democracia, el rey se lo sacó de encima. Lo mismo hizo con los militares del 23-F, que él había animado, según se desprende de varios testigos, incluida su amante Bárbara Rey. Incluso algunos empresarios que se tenían por inteligentes chocaron con la sagrada figura del monarca.

La dependencia que la estabilidad del Estado cogió de la figura real y de los cuentos de hada que se contaban para idealizarlo, fueron convirtiéndolo en una especie de rey medieval. En las escuelas los niños aprendían a describirlo como una mezcla de héroe y de Santo, toda vez humanizado por sus pequeños pecados venales. Hombre lento y obstinado, sus limitaciones y sus ganas de divertirse cayeron bien en una sociedad traumatizada por la pompa fúnebre del autoritarismo nacional católico.

Mientras los españoles se conformaron en ir tirando y Occidente vivió de las plusvalías de la descolonización, Juan Carlos I fue el rey del Mambo. Su buena estrella y su espontaneidad, encantaban a una sociedad sin demasiadas luces, que quería pasarlo bien y hacerse pocas preguntas. Con la caída del Muro de Berlín y la llegada del PP al gobierno, las cosas cambiaron.

Cuando Aznar quiso modernizar España, la mediocridad entusiasta del rey entró en crisis y empezaron a emerger los viejos problemas. Aznar fue el primero en abrir la veda contra la monarquía. Convencido de que la unidad del Estado no necesitaba los barnices pintorescos que le daban el rey o Jordi Pujol, quiso ir al grano. Poco pensaba que la caspa real mantenía el prestigio de la Constitución. Por su cuenta, el rey difícilmente habría dicho nunca que el castellano "nunca fue lengua de imposición".

Juan Carlos I superó los primeros golpes dando cuerda al españolismo y al populismo. En 1996 la infanta Cristina conoció a Iñaki Undargarin, que entonces vivía con su novia, y abrió una mina de oro para mantener el calor popular de la corona. Después de la boda de la infanta, el rey Felipe lo tuvo fácil para salir con una periodista divorciada. La boda entre Felipe VI y la princesa Letizia marcó la era Zapatero, que fue un largo viaje psicotrópico.

Con la crisi y la irrupción del independentismo, el muro informativo que había protegido la imagen de la corona cayó bruscamente. Los diarios empezaron a hablar de las amantes del rey. También se empezó a dar voz a supuestos hijos ilegítimos y emergieron las penas de la reina Sofía. En el 2011, el caso Noos salpicó la imagen de Iñaki Undargarin, que la corona había podido vender hasta entonces como el yerno perfecto.

Cada vez más viejo y aislado, el rey recibió el golpe de gracia con la famosa fotografía del elefante. A pesar de haberse fracturado la cadera durante los días de cacería, Juan Carlos tuvo que pedir perdón por haberse marchado de safari mientras el país sufría los efectos de la crisis. En épocas mejores, las cifras del paro no impedían que las lesiones del monarca humanizaran su figura tanto o más que los rumores sobre sus amantes y sus fiestas.

A pesar de la insistencia sensiblera de la prensa en la crisi, el problema era que el rey había dejado de encarnar las ilusiones de los españoles y que ya no era imprescindible para nadie. Juan Carlos no había tenido ni la habilidad, ni la posibilidad, de modernizar su imagen, y las estrategias populacheras que le habían permitido sobrevivir al desmantelamiento del franquismo y a las presiones de Aznar se giraron en su contra.

Convertido en el cabeza de turco de la España que había promovido, en junio de 2014 abdicó en favor de su hijo Felipe VI. El nuevo rey es más elegante y tiene más estudios que su padre, pero no parece tan humano, ni tan moderno respecto a su tiempo. En su aire severo hay una dureza que hace pensar en los príncipes de las democracias frágiles de los países del oriente medio. Aun así, mientras la prensa esté distraída con las viejas juergas de su padre, tendrá margen para ir tirando.

Como Jordi Pujol, parece que Juan Carlos I se ha convertido en el chivo expiatorio de su propia obra política. Mientras los periodistas hablan de Bárbara Rey, los detalles del 23F y algunos entramados económicos quedan en un segundo plano. El juez Vidal decía en una de sus conferencias que políticos del PP y el PSOE le habían preguntado si Catalunya aceptaría una monarquía compuesta.

Las informaciones que van saliendo de unos años acá sobre la vida personal del rey emérito también podrían ser una amenaza implícita a Felipe VI para atarlo bien ante el independentismo. Al fin y al cabo, allí en Castilla siempre se han creído que el rey de España era suyo y sólo suyo. Como sea, el descrédito personal es un precio modesto para proteger el valor simbólico de una monarquia centenaria que zozobra i que, igual que cuando fue restaurada, ahora mismo no superaria un plebiscito.