Salir a caminar por Barcelona y no toparse con algún local donde no haya que hacer cola para adquirir algunos de los productos que venden ya no es una anomalía. En la capital catalana ya no sorprende ver colas que se alargan por aceras estrechas o esquinas icónicas. No son para conciertos ni para colecciones de moda efímeras; son para helados, fresas bañadas, pollo frito o postres pensados milimétricamente para salir bien en cámara. Y Barcelona, como Ámsterdam, Londres o Roma, se ha integrado plenamente en la nueva cultura global del "tienes que hacer cola si quieres estar ahí".
El miedo a perderse algo
Los psicólogos lo explican con tres palabras: FOMO (fear of missing out), prueba social y performance. Cuando vemos una cola, interpretamos que aquello vale la pena. Es un instinto primario: si decenas de personas esperan, quizá es una experiencia que no nos podemos perder. Este mecanismo –el mismo que llena FabelFriet en Ámsterdam o las tiendas virales de I'm Donut? en Londres o Nueva York– es exactamente lo que se reproduce en Barcelona.
Solo hay que pasar por DelaCrem en plena tarde de verano (o invierno). Las filas doblan la esquina, y el helado –que está buenísimo– se convierte en símbolo. En La Fresería, las fresas bañadas viajan antes por TikTok que por la boca de los clientes: la presentación, los colores y la estética son tan importantes como el gusto. Let’s Seat –con postres kawaii, croissants inflados y tartas virales– ha pasado de local de moda a parada obligatoria para los influencers, estudiantes Erasmus y turistas que buscan “algo cuqui para subir a stories”.
Este fenómeno es global. Ámsterdam vive colapsos ante el horno de galletas Van Stapele; en Londres, el Beigel Bake sirve colas históricas en Brick Lane; y en París, locales como Cedric Grolet forman líneas que comienzan antes de que abran. Barcelona, lejos de estar al margen, tiene ahora sus propios “templos de la cola”.
Hacer cola: parte del ritual
Pero, según los expertos, hoy hacer cola es parte del ritual. Ya no se trata solo de comer un producto viral: es de mostrar que lo hemos hecho. La cola es la preescena, la introducción del vídeo. Grabarse esperando, abriendo la caja, enseñando el mordisco, haciendo zoom a la textura... Todo esto suma capital social. Viajar y consumir se han convertido en actos performativos.
Según Stefan Gössling, profesor de Turismo en la School of Business and Economics de Linnaeus University, ver a otras personas en línea da confianza y refuerza la decisión de sumarse. “Ver a otras personas esperando nos da la sensación de que estamos en el lugar correcto y que no nos estamos perdiendo nada importante”, explica. Su investigación sobre cómo las redes sociales y la viralidad afectan el comportamiento de los viajeros subraya que la cola se ha convertido en parte del ritual mismo: grabarse, compartir la experiencia y formar parte de la narrativa global de consumo de alimentos virales es ahora tan relevante como la comida en sí.
En Barcelona esto se ve claro en lugares como Fry House, donde los bocadillos de pollo frito con estética “street food japonesa” generan constantemente un flujo de jóvenes con móviles en alto. O en Snack 55, un bar icónico del Eixample que ha pasado de local de barrio a “descubrimiento” recurrente en vídeos de recomendaciones virales, convirtiendo la tradición en tendencia.
Al igual que ocurre en Roma, donde los helados virales alteran la convivencia vecinal, este fenómeno tiene un impacto real: colas que ocupan calles, ruido, residuos y saturación. Los expertos en turismo avisan que los algoritmos no solo deciden qué comemos, si no dónde concentramos el tráfico humano. La viralidad premia lo que ya funciona, y Barcelona –con su densidad turística– es especialmente vulnerable.
Tiktok: ¿sinónimo de éxito?
Aun así, hay una razón por la que las colas no nos frenan: nos hacen sentir parte de algo. Ver a otras personas esperando confirma que estamos en el lugar correcto y que formamos parte de un momento global, conectando Barcelona con Ámsterdam, Londres o Roma.
Quizás, al final, el producto es secundario. Lo que realmente nos seduce es la sensación de formar parte de un ritual colectivo: la cultura de la cola, donde la comida es la excusa y la performance, el fin. Aun así, muchos locales y viajeros empiezan a plantearse un dilema: “Si lo veo en TikTok, quizás mejor no ir, porque se lo creen demasiado, estará lleno de expats y turistas, e incluso subirán los precios.” La viralidad que nos atrae también puede saturar las calles y alterar la vida cotidiana, convirtiendo los lugares que amamos en escenarios demasiado expuestos.
